Hay una idea que
está dispersa en el devenir cofradiero y que surge en conversaciones, pero que
llevada a otros foros y ámbitos de debate y decisión genera no pocas
controversias. Me estoy refiriendo al ámbito, siempre delicado, pero no por
ello menos necesario, de la titularidad y administración de los bienes
materiales de las hermandades y cofradías.
Hay que empezar recordando que
las personas jurídicas públicas (que es lo que son las cofradías y hermandades)
no actúan en nombre de la autoridad competente o jerarquía, ni la representan,
puesto que gozan de autonomía de gobierno o régimen en la Iglesia, por lo que
hay que advertir que actuar en nombre de la Iglesia, por lo que se refiere a
las cofradías y hermandades, significa no que representan a la jerarquía sino
que participan de forma oficial en la misión de la Iglesia: evangelizar.
Por tanto, las cofradías y
hermandades, como las restantes personas jurídicas, son sujetos capaces de
adquirir, retener, administrar y enajenar autónomamente sus propios bienes
temporales conforme a la ley: estatutos, normativas diocesanas y legislación
general de la Iglesia, siendo ellas las propietarias de los bienes que
legítimamente hayan adquirido. Sus bienes, canónicamente, son calificados de
«eclesiásticos», al ser propiedad de una persona jurídica pública, lo cual
quiere decir que se rigen por las normas canónicas y por lo establecido en sus
propios estatutos.
El propietario de
los bienes temporales, como decimos, es la cofradía o hermandad que
legítimamente los haya adquirido. Ahora bien, dada su condición de persona
canónica pública y teniendo en cuenta el fin específico que persigue, es lógico
que ella misma administre sus bienes, a través de sus legítimos representantes
y conforme a sus estatutos, bajo el control de la autoridad eclesiástica
competente. Es decir: la administración de sus bienes temporales corresponde
ciertamente a sus legítimos representantes; y el referido control no lo es con
el fin de fiscalizar a la cofradía o hermandad, o de impedir su normal
funcionamiento, sino con la finalidad de garantizar que los bienes temporales
de la cofradía o hermandad se emplean adecuadamente para el fin o fines
eclesiales de la misma.
Por tanto, la
cofradía o hermandad es autónoma para la administración de sus propios bienes,
pero la vigilancia de los organismos competentes (generalmente los designados
por la diócesis a la que pertenecen), no equivale a la administración inmediata
de los bienes temporales. Mientras que la administración es la
conservación de las cosas y su gestión para alcanzar los fines propios, la vigilancia
implica entre otros el derecho de exigir razón sobre la administración, prescribir
la forma de administrar, además de prescribir que la administración sea
ordenada y prudente, etc. Y la vigilancia no incluye el derecho de determinar
el modo por el que los ingresos y los bienes deben ser administrados o
gastados, ni de avocar para sí la distribución total o parcial de estos bienes,
ya que ello únicamente pertenece a la cofradía o hermandad que es a quien por
derecho corresponde la administración inmediata, sin perjuicio de que por
legislación particular se puedan establecer algunas cautelas
oportunas, como puede ser el señalar determinados actos de administración como
actos que requieren una especial atención, y para
ello se les califique v.gr. de actos de administración de mayor importancia,
para cuya autorización el obispo diocesano debe oír al Consejo Diocesano de
Asuntos Económicos y al Colegio de Consultores.
No se trata de que
nadie se inmiscuya en lo que no le es propio, sino que se establece un sistema
de corresponsabilidad, comunión e igual participación, lo que no deja de ser expresión
de sinodalidad (caminar juntos los cofrades, las cofradías y la Iglesia
diocesana).
Y no es correcto
decir que haya que pedir «permisos» para realizar cualquier adquisición o
enajenación de patrimonio, pues reiteramos que el ordenamiento canónico
reconoce a las hermandades y cofradías la legítima administración de sus bienes
temporales, y no le quitan la responsabilidad de los actos derivados de su
administración, que como decimos recae en la misma hermandad o cofradía, incluso
en aquellos casos en los que, por la importancia del acto, el derecho prescribe
la previa necesidad de una autorización escrita o Licencia de la autoridad
eclesiástica competente para su realización. Es decir: la superior dirección de
la autoridad eclesiástica sobre las cofradías y hermandades, en tanto en cuanto
son personas jurídicas públicas, se concreta en lo que se refiere al régimen de
los bienes temporales que pertenecen a una cofradía o hermandad pues son
asociaciones públicas de fieles, en que se ejerce un control más intenso sobre
la actividad económica anual y sobre la realización de determinados actos que
se denominan actos de mayor importancia, de administración extraordinaria y de
enajenación que, por su misma relevancia, pueden condicionar o poner en peligro
la misma existencia de la cofradía o hermandad, o pueden ser empleados para
fines distintos de los específicos de la misma.
Por tanto, el
patrimonio de las cofradías y hermandades no es propiedad de la Iglesia
diocesana correspondiente, con independencia de quienes adquieran y gestionen
esos elementos patrimoniales, que suelen ser las propias cofradías y
hermandades. Y tampoco es correcto decir que cualquier tipo de acción
encaminada al incremento o decremento de este patrimonio, deba contar con el
permiso del propietario, es decir, del obispado, pues los bienes son
titularidad de la cofradía o hermandad y los actos de administración ordinaria
(normalmente los del funcionamiento ordinario de la cofradía) se llevan a cabo
sin necesidad de intervención del obispo o del ordinario, a los que solamente
corresponde intervenir cuando el acto supera, por su importancia o por su
cuantía, los límites fijados por los estatutos, por la normativa diocesana
aplicable o por la normativa general de la Iglesia.
Y no olvidemos,
siendo prácticos, que la normativa canónica contempla la posible adaptación a
las circunstancias de cada persona jurídica pública por vía de estatutos o de
normativa diocesana.
Por ultimo una
práctica secular y habitual en nuestras cofradías es la de las donaciones (a
veces modales, es decir vg. «dono esta joya a la cofradía para que sea llevada
visiblemente en la imagen el día de la procesión».
Hay que decir que
la aceptación de donaciones no es algo explícitamente prohibido, sino que al
contrario, pues dada su importancia material y espiritual es regulada en la
normativa general de la Iglesia, de modo que en primer lugar hay una presunción
iuris tantum (cabe prueba en contrario) de que las oblaciones entregadas
a los superiores o administradores de cualquier persona jurídica se hacen a la
institución representada, y no a la persona del representante, salvo que conste
lo contrario, bien por la expresa intención del que hace la oblación o por las
mismas circunstancias de la oblación.
Además, se exige
la licencia del Ordinario en los siguientes supuestos:
● cuando se trata
de una persona jurídica pública no se pueden rechazar las donaciones citadas ni
las cosas de mayor importancia sin la citada licencia,
● se requiere la
misma licencia para aceptar las ofrendas que están gravadas con una condición o
un modo.
En fin, que
podemos y debemos asimilar que las normas en la Iglesia no están para limitar,
sino para facilitar y ayudar en la participación de cara a cumplir la misión
evangelizadora, lo que se debe hacer desde el conocimiento mínimo de lo que
esas normas son y significan, no en lo que cada uno deduce que pueden ser o
significar, y también desde un poco de sentido común.
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