A la Peña
de Cargadores «El Pájaro», de Cádiz
El castellano es una lengua muy rica y, nos guste o no,
es una lengua que fue incorporando en ella numerosos vocablos de otras lenguas
y modos de expresión de los habitantes de los reinos medievales de las Españas
que conformaron esta piel de toro. Aún hoy en día, la RAE, con mayor o menor
acierto, sigue incorporando términos en su Diccionario, no sin levantar
ampollas o susceptibilidades, pues una lengua es como un pescado en el
congelador, es materia orgánica preservada lista para su consumo, pero también
para su letargo.
Tuve yo un excelente profesor de lengua albiónica en la Universidad de León, hoy
sacerdote, en una etapa oscura en la que se me ocurrió pasar por Ciencias
Económicas y Empresariales, con tanto éxito como la victoria de Feijoó, que,
desde su tarima intelectual de la lengua inglesa, nos indicó que una cosa era
el español, lo que hablamos más o menos en España, y otra, muy distinta era el
castellano o como él decía el castellano-leonés de Castilla y León, donde se
entremezclaban arcaísmos del castellano de Castilla La Vieja (otro gran profesor
mío y nombrado rector de la Ponti,
decía aquello de Castilla «La Joven» referido a La Rioja) y del Reino de León o
País Leonés (que nadie se enfade),
donde las hablas leonesas, confundidas con las astures o las propias galaicas,
se entremezclaron graciosamente con el castellano. Por eso, mucha gente de
fuera no comprende bien nuestros modos (nunca un mismo modo) de expresarnos en
estas tierras llanas de valles, llanuras, acuíferos, páramos, mesetas,
pedregales, ríos, arribes, riberas, montañas, sierras y puertos unidas bajo un
sinsentido autonómico.
Sea como fuere, dentro del español, y siendo más cercano
al castellano arcaico, tenemos el léxico taurino que se defiende como un
auténtico cornúpeta en el albero sangriento de la globalización. Por ello, sin
menospreciar otros léxicos y proliferación de acrónimos, vamos a terciar con
uno de los vocablos que aúna ese arcaísmo, hipérbole, excentricidad y poli
semítica del español barroco que hunde sus raíces en ese castellano y leonés
hablado en las tierras vertebradas por el Duero.
Vamos pues a insertarnos semántica, semiótica y
sentimentalmente en el término «embroque». Cualquiera que lo escuche, a bote
pronto, si está versado en el léxico taurino, le vendrá a la cabeza un buen
pareo del tercio de banderillas en el morrillo del toro echando las manos y
reuniendo los rehiletes en lo que antaño se llamaba el espacio de una moneda de
cinco duros. Embroque, un solo término, hace referencia a un sinfín de
emociones, sentimientos, pensamientos, actos, aptitudes y actitudes de toro y
torero en un instante sin pasado ni futuro. Es el puro presente de un encuentro
tan eterno como efímero, tan efímero como eterno. Es una película cuyas tomas a
cámara lenta podrían extenderse hasta un infinito mar de espigas al viento en
Tierra de Campos.
Embroque, choque preciso a fuego lento de encina, es lo
que muchas veces vivimos los cofrades con nuestros clérigos y viceversa. No es
fácil la convivencia entre el clero y las cofradías. Ya saben aquello de «ni
fías ni porfías ni cuestiones con cofradías». Desde el nacimiento de las
Venerable Orden Tercera, primer intento serio de agrupar a los laicos en torno
a las celebraciones de la Pasión, son muchos los siglos de encuentros y
desencuentros (embroques y desembroques) entre las curias y los penitentes.
Partimos de una somera reflexión que es cimiento de todo.
En una Iglesia arcaica, excesivamente jerarquizada y clerical, las cofradías
han sido, hasta la fecha, el único espacio sinodal de decisión de laicos,
vestidos de frailes con mando en plaza, más que en templo. De este modo, en cualquier
crónica de una cofradía o hermandad, especialmente aquellas que cumplen
cientos, siempre hay embroques y desembroques con la Iglesia. Incluso muchos
cambios de sedes se pueden explicar por este motivo, o la hechura de nuevas
imágenes votivas.
En la actualidad, más que por orden o mando, nuestros
desencuentros vienen marcados por otro modo, más sinodal eso sí, de hacer
Iglesia. En el momento de acudir a una comunidad se nos pide un montón de
exigencias, pasar de ser becerrista a doctorarse en Las Ventas, en un solo
instante. Del carretón al cinqueño sin escuela taurina. Que se lo digan a
aquellos que lo han (o hemos) sufrido. Que si implicación en la parroquia, que
si vida sacramental, que si un curso catequético, que si un escrito, que si un
porcentaje fijo a Cáritas, otro a la propia comunidad parroquial… eso sí,
cualquier iniciativa que eleves a la correspondiente autoridad eclesiástica
tiene que pasar por un montón de sinfín de trabas burocráticas como si de una
corrida de toros en la extinta Monumental de Barcelona se tratara. Menos mal
que todavía no han nombrado veterinario ni asesor para superar dichas trabas,
salvo que tengas la palabra de un prior y puedas hacer lo que te venga en gana.
Al final, lo deseable es un buen embroque. Un embroque
soñado en tardes de carretón donde prime el sentido común. Donde se haga
realidad aquello tan manido de la sinodalidad,
donde entre todos decidamos el futuro de lo cofradiero.
Ya lo he dicho más veces: cuando un preste me dice que le gusta la «Religiosidad
Popular» huyo como de los mansos. Y no te cuento si lleva mitra, solideo o
báculo, entonces la cosa torna en morucha.
La experiencia viene marcada por revolcones y volteretas, cornadas y
prendimientos (no precisamente de Cristo), donde haciendo hilo hemos tenido que tomar
el olivo con presteza, avidez y rapidez. Los cofrades, gracias a Dios,
sobrevivimos a todos los excesos y defectos eclesiales. Vienen tiempos recios
donde será difícil encontrar gentes dispuestas a la triple penitencia de regir
una hermandad (preparar, salir y recibir críticas).
Que los cofrades somos imperfectos. Por supuesto. Como
los que más. Por eso llevamos marcados desde nuestro pecado original tridentino
los valores de la penitencia y el sacrificio (hogaño tan olvidados). Y no te
cuento lidiar con cleros y frailes para permisos, bulas y regalías. Que se lo
digan a Javier Blázquez a la hora de tomar el timón de la Franciscana. Porque
lo nuestro no son problemas. Son contingencias de la vida.
La diócesis de la A-62, mientras, en boca de todos por
medio del álgebra. Los poliedros pueden atragantarse. Y Leo, arrasado por los
Hércules de la hipocresía. Las columnas del Estrecho caerán. Como pasó con
Sansón.
Comenzamos curso. Y seguimos con los embroques. Y
desembroques.
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