Misha Gordin, de la serie Multitud y sombras del sueño |
10-10-2023
Hace unos días, navegando sin agua ni barco por el mar de internet, me encontré con la escena de un padre aconsejando o aleccionando a su pequeño: «Hijo, no consientas que nadie te llame pecador».
Me paré, estupefacto más que pensativo, me trasporté a la
edad del chiquillo. Yo no tuve, ni por asomo, ni un padre ni nadie que me
dijera algo parecido, muy al contrario. En cuanto me acercaron a cierta
sociedad, llamémoslos «ellos», me inculcaron que el pecado era sustancia y
origen de mi yo, y acepté dejar de ser el inocente retoño para labrarme un
porvenir de arrepentido pecador.
No sé cómo surgió la idea judeocristiana, ni la necesidad
de cambiar al hombre como imagen y semejanza de Dios, tan feliz idea, por la de
nacer manchados, estableciendo cierta distancia con Dios. Supongo que para limpiarnos
con el sacramental quitamanchas del bautismo y proseguir bajo sospecha de culpa,
implorando sempiterno perdón y penitencias varias hasta merecer la vuelta al
paraíso ese que perdimos por la avaricia, la mujer, esa manzana, la serpiente,
el calzonazos de Adán, o la poca ropa… y pasamos del idílico Edén al exilio de la
Sima de los Huesos de Atapuerca, donde permanecemos.
Pienso yo, pobre pecador, que más que ser malos nos
hacemos por acción u omisión, o nos hacen, o nos convencen de que lo somos. Así
que en ciertas fechas nos congregamos con vestimentas peculiares, con
capuchones de distintas erecciones, según la culpa o la generosidad de nuestras
penitencias, y en fila y multitudes de pecadores de la pradera transitamos en
el anonimato. Se dice el pecado, pero no el pecador, haciendo cultura con
típica estética que a más fomenta el turismo.
Vuelvo al padre que desea proteger a su hijo de la
supuesta difamación. «Pero, ¿quién eres tú para llamar a mi hijo pecador y
construir sobre ello una moral y cierta religión?».
Bien recuerdo mis primeras confesiones y lo que me
costaba identificar los males procedentes del demonio que se apoderaban de mí.
Yo me delataba a mí mismo, todo lo más arrepentido que podía, y el cura, que
disponía de padrenuestros y avemarías a mansalva, los repartía como cupones a
la feligresía. Confieso, aquí y ahora, que años más tarde, en juventud exaltada,
me cambiaron la penitencia de rezos por la compra y lectura del libro Te vas haciendo hombre, de Martín Vigil,
que en más de cincuenta años, no he tenido el valor de cumplir. Nunca es tarde.
Miraré si algún descendiente de aquel cura escribió alguna vez «Prepárate para
lo peor».
Desde entonces hemos asistido a la desaparición, por
quema, de confesionarios. No me atrevo a decir que con confesor dentro, porque
también han mermado mucho los oficiantes. Ya no nos confesamos, aunque
comulgamos mucho más. Que debe ser porque con «solo la palabra tuya bastará
para sanarme», así que Tú ya sabrás.
De cualquier forma, todo ha cambiado mucho y hasta añoro,
por ejemplo, un confesionario civil en el Congreso de los Diputados para
arrepentidos puntuales, cierto reconocimiento de culpa entre los esclavizados
palabreros o, al menos, una maltrecha manzana agusanada de mala conciencia, que
me parecen todos, más que ateos, protestantes que solo alcanzarán la salvación
no por sus obras, sino por la fe en su sagrado líder.
No sé cómo hubiera sido mi vida, ¿más feliz?, si nadie me
hubiera llamado pecador, ni donde estaría. Supongo que no engrosaría las filas
semanasanteras, aunque creo que se mantendría intacta mi conciencia. Como creo
que lo más católico sigue siendo aún proclamar, se lo oí a un cura bien
vestido, que no hay cristianismo sin cruz.
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