Foto Archicofradía del Rosario |
12-12-2023
Imagino que no soy el único, en estos días, en dedicar mis líneas a este tema. No importa, pues todo lo que se hable es poco.
Hace un par de semanas, en efecto, perdíamos a Óscar, a nuestro querido Óscar. No hace falta ‒ni soy yo el más indicado para ello‒ que me dedique a glosar todos sus logros en pro de la Semana Santa, en general, y de la salmantina en particular. Ni su historia (larga, enjundiosa) y consecuciones en las diferentes cofradías que le tuvieron de integrante, especialmente (y como la más prolífica) en la reflotación de la Archicofradía del Rosario. Muchos, muchísimos otros lo habrán hecho, lo estarán haciendo, lo harán o lo pueden hacer infinitamente mejor que yo.
Preferiría una semblanza de retazos emotivos y emocionales, recuerdos, detalles a vuelapluma que me marcaron de él. Nadie espere un perfecto texto elaborado y esquematizado, sino más bien un collage en patrón de manchas, para reconstruir con perspectiva la forma exacta. Las sensaciones, las remembranzas, me brotan desordenadas y sin control. Y como tal (pinceladas sueltas, fogonazos imprevisibles) aparecerán.
Cualquiera podría jurar ‒aun torturado‒ que Óscar era, si no el que más, uno de los mejores conocedores de la Semana Santa sevillana en nuestra ciudad (reconocido incluso por expertos autóctonos sevillíes). No obstante lo cual, nadie podrá negar jamás que en él se guardaba una de las mayores quintaesencias de lo charro. Nadie como él puede ejemplificar mejor el fenotipo salmantino lígrimo: serio, adusto, callado, leal, trabajador, noble, formal, sensato, grave, austero, comprometido, juicioso, algo terco, poco buscador de la lisonja (dada o recibida), realista, amigo de sus amigos, cariñoso sin alharacas… No es extraño, por ello, que si desplegó cofradías de indudable sabor andaluz, ese andalucismo, gracias a su impronta, es el más charro que uno se pueda encontrar en el mundo.
Recuerdo muy a menudo a Óscar con su mono azul y metido entre máquinas y maderas. Nieto de carpintero ebanista como soy y habiéndome criado entre las virutas y el banco del taller de mi abuelo en la calle Edison (mientras me enseñaba las diferencias entre tornillo y tirafondos, lima y escofina, sierra y serrucho, escarpia y alcayata, hembrilla o cáncamo…) excuso decir el regusto que me producía encontrarle así, y que me invitara a entrar en el taller para contarme el desarrollo de cada trabajo o los proyectos, mientras con el olor a serrín y barnices me envolvía un efluvio deleitoso irreprimible de niñez y melancolía… Le imagino llegando al cielo, con san José a la puerta esperándole impaciente, para llevarle a su taller celestial y ponerse con él a darle a la madera discutiendo sobre cómo es mejor tratar ese nervio y ese nudo… Si para los germanos el Walhalla era un combate y un banquete perpetuos, qué mejor eternidad para un ebanista que el trabajo diario en el taller de san José, con el mismo Jesús de cuando en cuando ayudando a su padre…
Las cofradías son muestra indiscutible de la piedad ‒llamada‒ popular, que no es malo. No obstante lo cual, algunos no nos cansamos de repetir que en nuestros días y circunstancias hay que dotarlas de un contenido más canónico, que testimonie a diario la fe real y oficial. Y eso Óscar lo cumplía a machamartillo. Fomentando el respeto a la liturgia y su práctica habitual y consciente. Procurando la catequesis continua en todas sus facetas y versiones. Practicando a cara descubierta los ritos y creencias que muchos podían considerar cosas de viejas. Y siendo coherente con el mensaje evangélico. Y las bienaventuranzas. Y las obras de misericordia. Enseñó al que no sabía. Dio consejo al que lo necesitaba. Corrigió al que se equivocaba. Y sufrió con paciencia ¡tantas veces! nuestros defectos…
Como resumen o mezcla de varias de las particularidades ya descritas (ese carácter charro, esa sólida creencia religiosa…) creo que nadie puede negar cuán encomiable, sorprendente y envidiable ha sido su entereza y su serenidad a la hora de sobrellevar la enfermedad. De hecho, hay mucha gente que ‒aun cuando llevara mucho tiempo comido por el padecimiento‒ no tenía la menor noticia, pues jamás le concedió importancia, publicidad ni protagonismo. La dignidad, el recato y el estoicismo demostrados fueron más que modélicos.
Estoy seguro de que Óscar suscribiría este fragmento unamuniano de El sentimiento trágico de la vida y que ahora tendrá más vívido que nunca:
«El universo visible, el que es hijo del instinto de conservación, me viene estrecho, esme como una jaula que me resulta chica, y contra cuyos barrotes da en sus revuelos mi alma; fáltame en él el aire que respirar. Más, más y cada vez más; quiero ser yo, y sin dejar de serlo, ser además los otros, adentrarme a la totalidad de las cosas visibles e invisibles, extenderme a lo ilimitado del espacio y prolongarme a lo inacabable del tiempo. De no serlo todo y por siempre, es como si no fuera, y por lo menos ser todo yo, y serlo ahora para siempre jamás. Y ser yo es ser todos los demás. ¡O todo o nada! ¡Eternidad!, ¡eternidad! Este es el anhelo: la sed de eternidad es lo que se llama amor entre los hombres; y quien a otro ama es que quiere eternizarse en él. Lo que no es eterno tampoco es real.»
Fugaz y breve es la vida del hombre. Ya lo dice el salmo 89:
Tú reduces el hombre a polvo,
diciendo: «Retornad, hijos de Adán».
Mil años en tu presencia
son un ayer, que pasó;
una vela nocturna.
Los siembras año por año,
como hierba que se renueva:
que florece y se renueva por la mañana,
y por la tarde la siegan y se seca.
Por ello estoy seguro de que en un suspiro, antes de que nos demos cuenta, volveremos a encontrarnos, a estar juntos. Mientras tanto, no dejes de la mano a tu archicofradía, que sabes mejor que nadie que funcionará bien de verdad si tú le echas un ojo…
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