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17-07-2025
1. El fruto de nuestros abuelos
Hay tiempo de sembrar y tiempo de cosechar. En el otoño de sus vidas, nuestros abuelos recogen, llenos de gozo, la cosecha de toda aquella sementera que, con sudor y esfuerzo, fueron realizando a lo largo de los años. «Al ir, iba llorando, llevando la semilla; al volver, vuelve cantando, trayendo sus gavillas» [Sal 125 (126),6].
El gozo sereno de sus semblantes, aunque vayan sus fuerzas mermando, nos recuerda que ser mayores no es una fatalidad, sino una nueva oportunidad para seguir dando fruto. «En la vejez seguirá dando fruto» [Sal 91 (92),15].
Dios sigue haciendo maravillas en la fragilidad de sus cuerpos, cada vez con menos vigor y con más limitaciones. Nuestros abuelos siguen siendo instrumentos útiles para que Dios siga obrando. Por ello les promete: «Lo saciaré de largos días y le haré ver mi salvación» [Sal 90 (91),16].
2. La juventud de nuestros abuelos
La juventud del espíritu puede cultivarse a pesar del paso de los años. La de nuestros abuelos se renueva como la de un águila.
Linda, una mujer que llegó a vivir 106 años, nos dejó un bellísimo testimonio en este sentido: «Ahora tengo 101 años, pero me encuentro fuerte... Físicamente tengo algún achaque, pero espiritualmente lo hago todo... No vivo la vejez, porque no escucho a mi vejez: ella sigue avanzando sola, pero yo no le doy importancia. La única forma de vivirla bien es vivirla con Dios».
Juan Pablo II vivió su vejez con naturalidad. Lejos de esconderla, la situó ante los ojos de la opinión pública. Sus años, sus enfermedades, su evidente precariedad no le privaron de la juventud del espíritu. Su fragilidad física no le restó entusiasmo en su misión. Cuanto más anciano, su palabra prendía con más fuerza, sobre todo en el corazón de los más jóvenes. Dijo de sí: «Soy un joven de 83 años».
3. El deseo de nuestros abuelos
Nuestros mayores y abuelos desean cariño y comprensión; que no bromeemos de su paso vacilante, que les lleva a tropezar, o de su mano temblorosa, que les hace derramar la taza de café sobre la mesa; que tengamos paciencia con ellos, pues su oído se ha vuelto torpe y su vista se ha nublado.
Desean nuestro tiempo para escucharles sin prisas, aunque no juzguemos importante lo que nos cuentan o nos hayan contado lo mismo un montón de veces. Desean que les recordemos los aciertos y éxitos de su vida pasada y que no les hablemos de sus errores y fracasos.
Desean poder sentir un beso en la frente o una caricia en el rostro y que, al acercarse al final de sus días, puedan oír hablar de la misericordia de Dios. Los deseos que ahora tienen nuestros abuelos y mayores no son distintos de los que, más pronto o más tarde, tendremos todos al llegar a ser como ellos.
* Estas reflexiones están inspiradas en los documentos: La dignidad del anciano y su misión en la Iglesia y en el mundo, publicado por El Pontificio Consejo para los Laicos y fechado el 1 de octubre de 1988 (Cfr. Ecclesia, nº 2.929, 23 de enero de 1999, pp. 118-128); y La Carta de Juan Pablo II a los ancianos, fechada el 1 de octubre de 1999 (Cfr. Ecclesia, nº 2.970, 6 de noviembre de 1999, pp. 1684-1692).
4. La necesidad de nuestros abuelos
Tienen deseos, pero también nuestros mayores tienen necesidades, que en justicia debemos atender. La sociedad de hoy saca de sus circuitos de relaciones al que no produce o al que no es joven. Marginados, faltos de recursos, alejados de sus ambientes, bastantes de nuestros abuelos unen al dolor de la separación, el del abandono y la soledad. Se sienten como expulsados del mundo que ellos mismos han levantado.
Tienen necesidad de asistencia, que compense en algo sus carencias; tienen necesidad de formación, pues no quieren perder el compás de la actualidad; tienen necesidad de participación, demandando cauces para ellos. Una sociedad, que les debe el presente, debe atenderles en sus necesidades.
Nuestros abuelos y mayores, aunque demanden lo que se les debe en justicia, siguen disponibles para ayudar gratuitamente; enseñándonos así que muchos servicios no se pueden comprar, ni vender ni pagar.
5. El honor de nuestros abuelos
Aunque en la vida no todo lo hayan hecho bien, mil razones nos asisten para honrar y respetar a nuestros mayores. Obrando así, les expresamos nuestro agradecimiento y les servimos de apoyo en el último tramo de su vida. Sentencia, al respecto, el latino Cicerón: «El peso de la edad es más leve para el que se siente respetado y amado por los jóvenes».
La estima hacia nuestros abuelos y padres, especialmente en la senectud, es una ley a ser respetada: «Ponte en píe ante las canas y honra el rostro del anciano» [Lv 19,32]. Severa es la amonestación de las mismas Escrituras, cuando esta ley no se observa: «Como blasfemo es el que abandona a su padre, maldito del Señor quien irrita a su madre» [Eclo 3,18].
El honor hacia nuestros mayores implica en la práctica: acogerlos, asistirlos y valorar sus cualidades.
6. La actividad de nuestros abuelos
Estar retirado o jubilado no implica vivir ociosos o parados. Nuestros mayores se saben sujetos activos con una misión que cumplir y una aportación que ofrecer. Su actividad se resume en transmitir. Ellos son portadores de valores religiosos, morales y humanos, que forman un rico patrimonio a ser heredado, con aprovechamiento, por las generaciones más jóvenes.
Activos a la hora de transmitir, nuestros abuelos preservan la continuidad armónica y coherente de los valores y nos recuerdan que en la sociedad y en la Iglesia nos necesitamos unos a otros. Consiguen así que la sucesión de las generaciones, cual una red, no se debilite ni se rompa.
Su legado está compuesto de memoria, experiencia y sabiduría. Cuando lo pueden transmitir, hacen realidad las palabras del salmista: «Dios mío, me has instruido desde mi juventud, y hasta hoy relato tus maravillas, ahora, en la vejez y en las canas, no me abandones, Dios mío, hasta que describa tu brazo a la nueva generación, tus proezas y tus victorias excelsas» [Sal 70 (71)17-18].
7. La memoria de nuestros abuelos
Con el paso de los años nuestros mayores van perdiendo la memoria, pero a la par son depositarios de un caudal de memorias, que ponen a disposición de las generaciones más jóvenes. Gracias a sus memorias no perdemos nuestra identidad. Si llegamos a despreciarlas, corremos el riesgo de repetir los errores del pasado.
Depositarios de la «memoria histórica», nuestros abuelos aportan la solidez de sus raíces, para que el tronco de los adultos permanezca firme en el presente y las ramas más jóvenes tengan la capacidad de proyectarse hacia el futuro con garantías de producir frutos.
Portadores de la «memoria colectiva», nuestros mayores son expertos intérpretes de aquellos ideales que dan razón de ser a las instituciones familiares, sociales y eclesiales. Si no les permitimos compartir estas riquezas, las generaciones más jóvenes quedarán desmemoriadas y expuestas a riesgos que, vista su fatalidad, hay que evitar volver a correr.
8. La experiencia de nuestros abuelos
La ciencia y la técnica nunca podrán suplantar la experiencia de vida que nuestros abuelos han ido acumulando a lo largo de su existencia. Ellos nunca hablan de oídas, siempre de lo que han vivido. Sus palabras están respaldadas por una experiencia, tejida de aciertos y fracasos.
La misma Escritura reconoce que esta es otra de las aportaciones que nuestros mayores realizan a favor de los que les siguen: «La corona de los ancianos es su rica experiencia, y el temor del Señor, su gloria» [Eclo 25,8].
La voz de la experiencia del anciano y enfermo Juan Pablo II nos dice: «A nuestra edad resulta espontáneo recorrer de nuevo el pasado para intentar hacer una especie de balance... El paso del tiempo difumina los rasgos de los acontecimientos y suaviza sus aspectos dolorosos... No obstante, la experiencia enseña que, con la gracia del Señor, los mismos sinsabores cotidianos contribuyen con frecuencia a la madurez de las personas, templando su carácter».
9. La sabiduría de nuestros abuelos
Es posible que algunos de nuestros abuelos no recibieran más instrucción, que aquella que les capacitaba para poder leer, escribir y dominar las llamadas cuatro reglas. Pero nuestros mayores son verdaderas bibliotecas vivientes. Poseen una sabiduría que se la han pedido a Dios mismo: «Enséñanos a calcular nuestros años, para que adquiramos un corazón sensato» [Sal 89 (90),12].
La agitación nos lleva a ser distraídos y a olvidar los interrogantes fundamentales de la vocación, la dignidad y el destino del hombre. La sabiduría que nos aportan nuestros mayores no depende del vaivén de las modas. Ellos captan el sentido profundo de la vida humana y su destino trascendente, enseñándonos que el ser está por encima de hacer o del tener.
Ser sabios no es algo que venga automáticamente con la edad. Es don de Dios a ser recibido y postulado. Nuestros mayores se agarran de los jóvenes para subir un peldaño, pero estos necesitan de aquellos para recorrer la vida.
10. La misión de nuestros abuelos
A la hora de hablar sobre nuestra fe, todos podemos hacer nuestras las palabras del salmista: «Nos lo contaron nuestros padres, la obra que tú hiciste en sus días, en los años antiguos» [Sal 43 (44),2]. En el fondo todos recibimos a Dios de la mano de nuestros antepasados. De ellos también recibimos la experiencia misma de la fe.
A los abuelos les incumbe la misión de transmitir la fe a las nuevas generaciones, empezando en el seno de sus propias familias. Esta transmisión será tanto más eficaz, cuanto mejor se vea respaldada por su propio testimonio de vida. Ellos son de hecho los primeros educadores en la fe.
Gracias a ellos la fe se ha mantenido en situaciones extremas. ¿Quién no ha oído hablar de las «babuskas», esas abuelas rusas que durante el tiempo en que cualquier actividad religiosa era considerada criminal, supieron en la clandestinidad mantener la fe, transmitiéndosela a sus nietos?
11. La oración de nuestros abuelos
La práctica religiosa ocupa una buena parte en la vida de nuestros abuelos. La viven de manera sencilla, pero no por ello deja de ser menos honda y sincera. Con palabras y silencios, gestos y suspiros, nuestros mayores no dejan de expresar sus propios sentimientos religiosos: «A ti, Señor, me acojo: no quede yo derrotado para siempre» [Sal 70 (71),1].
La oración de nuestros abuelos es su fuerza y su vida, es su mejor servicio en bien de la Iglesia y del mundo. Con ella rompen su aislamiento, participando en los dolores y gozos de los demás. Con su oración abrazan el mundo.
La oración y la práctica religiosa de nuestros abuelos les hace bien a ellos y redunda en bien de la humanidad, pues al rezar introducen en los pliegues de la historia y de la humanidad fuerzas misteriosas que tocan y transforman tanto las fibras de los corazones como las estructuras sociales.
12. La muerte de nuestros abuelos
Nuestros abuelos sienten que pronto se pondrá el sol en sus vidas. Por más que la muerte sea algo racionalmente comprensible desde el punto de vista biológico, no es posible vivirla como algo natural. El don de la vida, a pesar de la fatiga y el dolor, es demasiado bello y precioso para que nos cansemos de él.
Hoy la muerte ha perdido su carácter sagrado y se ha convertido en un tabú, que debe ser disimulado. Se aleja a la muerte de nuestros ámbitos de vida y estamos como anestesiados ante todas las representaciones de la muerte que de continuo se dan.
Nuestros abuelos viven esperanzados el último tramo de su vida, seguros de lo que decía el salmista: «Me enseñarás el sendero de la vida, me saciarás de gozo en tu presencia» [Sal 15 (16),11]. Merecen una muerte digna y humana y poder escuchar del mismo Dios: «Entra en el gozo de tu Señor» [Mt 25,21].
Nota de la redacción: A lo largo de este curso, el P. Lino Herrero, misionero de Mariannhill, ha colaborado en la edición digital de Pasión en Salamanca con unas reflexiones en torno a las celebraciones populares vinculadas a su congregación. El 26 de julio, fecha en la que recordamos a san Joaquín y santa Ana, los abuelos del niño Jesús, es una fiesta importante para esta congregación misionera fundada en un monasterio de la colina sudafricana dedicada a santa Ana y la Virgen María. Ese día la Iglesia recuerda también a los abuelos y pide por ellos. Al cerrar ya hasta septiembre nuestra revista digital, adelantamos en unas fechas esta Via Senectutis. Esperamos que sirva para honrar a todos los abuelos, siempre grandes transmisores de las devociones populares.
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