¡Piiiiiiiii, piiiiiiiii, piiiiiiiiii! El
otrora desagradable e impertinente despertador hoy te hace evocar los tres
golpes de martillo. Apenas has logrado conciliar el sueño, el calor es
asfixiante, mucho más del que recuerdas en los junios de tu infancia. Es
sábado. Es el día señalado. Es el día en que regresa ella.
Antes de que vuelvan a sonar los tres
pitidos, das dos besos, uno en la frente de tu esposa, que al parecer no está
siendo tan asediada por las fraguas de Vulcano y descansa plácidamente; el otro
a la fotografía que reposa en tu mesilla: la de ella, tu Virgen de la
Esperanza. Te asalta el eco del tango de Gardel: «Por una cabeza, todas las
locuras, su boca que besa, borra la tristeza, calma la amargura».
Por una cabeza... pero ¡qué cabeza! Tantos años ya desde que aquella boca te
pareció llamarte por tu nombre, y quedaste rendido ante ella para siempre.
Te acercas al cuarto del niño, convencido de
que duerme, pero, para tu sorpresa, lo hallas ya despierto, vistiéndose. ¡Él,
que tanto gusta de remolonear en la cama! —Hay que ir a ver a la Virgen— te
dice. Y de pronto un océano se te forma en las pupilas. ¿Cómo negarte ahora?
Preparáis juntos el desayuno: algo rápido. En
media hora abrirá la iglesia, y anhelas ser de los primeros en llegar. Salís al
amanecer, buscando la sombra de un sol que presagia otra jornada implacable.
Camináis como dos toreros que hacen el paseíllo, sabedores de que algo grande
está por llegar.
En el camino pasáis a ver a tu madre. Te dice
que irá por la tarde, a la misa de ocho, a ver a la Señora. Te recuerda que al
regresar subáis a visitarla. Y piensas en lo semejante que es el amor por ambas
madres. Viene a tu mente Bécquer y su Rima XXIII: «Por una mirada, un mundo; por
una sonrisa, un cielo; por un beso… ¡yo no sé qué te diera por un beso!».
Y vaya que es así; quien no la tiene, bien lo sabe.
Os acercáis al atrio. Las puertas ya están
abiertas y, de pronto, un vértigo aterrador se apodera de ti, como si un abismo
se abriera ante tus pasos. ¿Y si no está como estaba? Ese temor, siempre
agazapado, hoy se hace gigante. Esa Junta de Gobierno, tan dada al protagonismo
y tan mal aconsejada, acumula decisiones nefastas. Para colmo, los rumores recientes
no han sido tranquilizadores: «Hay que afinar los rasgos;
actualizarla a los cánones de estos tiempos».
Cruzáis el umbral… y allí está. Pero no está.
Tus peores presagios se cumplen: allí hay una Virgen, sí, pero no es tu Virgen.
¿Dónde quedó su genial entrecejo? ¿Dónde su
graciosa papada? ¿Dónde esos negros iris donde tantas veces clavaste tu mirada?
Y solo puedes gritar por dentro, para que la ira no se desborde. Hasta tu hijo,
con su inocencia clara, sentencia que la que ve no es su Virgen, la que siempre
tuvo delante de su cara.
Sales derrotado. Han ganado la batalla. Han
matado una parte de ti, pero siempre vivirá en tu alma. De regreso al hogar, no
quieres pronunciar palabra. No hay sonidos que amortigüen el dolor ni puedan
devolverte la calma. Nada volverá a ser igual: ni diciembre, ni la Madrugada.
Pero al menos, dentro de ti, la devoción no se acaba.
Y vuelves donde todo empezó, donde los tres
pitidos al llamador te recordaban. Te diriges directamente a la fotografía para
abrazarla: la que Villar esculpiera, la que Monzón retratara. Porque allí
residen las esencias de tu fe, tu Esperanza. Y aunque pasen los años, y aunque
se cuenten por décadas, nunca te olvidaremos, Señora de la Esperanza.
Y siempre te llevarán en carteras y medallas,
hasta que tú así lo quieras y acudan a tu llamada.
En memoria de todos aquellos cofrades a
quienes les arrebataron la Esperanza, pero jamás la perdieron; y en especial, a
mi padre.
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