A Bernardo, por enseñarme a querer a su Virgen
Tengo para mí que
los salmantinos, particularmente los cofrades, no apreciamos en su justa medida
a la Dolorosa de Montagut, una de las obras más colosales de nuestras
procesiones. Ya sé que María es una y que, por tanto, todas las tallas la
representan, pero como dirían en Galicia, carallo
con la Montagut.
Bien es cierto que
esto de las devociones no es racional, ni siquiera eterno. Y que han venido
muchas imágenes después que le han restado protagonismo. Casi todas de vestir,
por cierto. Por eso, cunde la sensación de que la Virgen de la Seráfica va
quedando relegada en las preferencias de los fieles de la ciudad a tal punto
que la pasada Semana Santa la hermandad tuvo que lanzar un mensaje de SOS para
que pudiera desfilar, como finalmente hizo y aquí agradecemos a sus cargadores.
Su andar cada
Jueves Santo es un icono que representa una manera de hacer las cosas en
nuestra Semana Santa. Y la historia de su ejecución en los talleres del Patio
de Escuelas es de las más fabulosas que tenemos. De ahí sus varios apelativos
de La Ramona/Romana o La Tintorera, además de La Montagut.
Si no hubiese ocurrido a finales de los años treinta del siglo XX, incluso
pensaríamos que es mezcla de leyenda y realidad. Ojalá algún cortometraje o ‒más
fácil‒ un podcast nos recreara aquel momento histórico.
De su valor
artístico han escrito y escribirán mejor los especialistas. Yo me quedo con su
cara de madre. De madre de carne y hueso. De madre no hay más que una. De
labios besucones y mofletes charros, que por algo es ‒aun sin llamarse Vega‒ la
más salmantina de nuestras marías. Sobre el paso la vemos en una escena de
resignado dolor, abrazada a la corona de espinas, pero no cuesta imaginársela acunando
a su retoño en noches de insomnio, dándole impulso en el columpio del parque,
desenredando una melena con el peine o preparando unos huevos fritos con
puntilla y mandilón. Así como otras vírgenes son reinas a las que cuesta
imaginarse fuera del trono, la Dolorosa de las Úrsulas ‒siempre buscando en el
cielo‒ podría ser cualquiera de nuestras madres.
El hecho de ir al
final de su lento desfile en la tarde del Jueves Santo, en las horas que
concentran mayor cantidad de cortejos, probablemente la haga pasar más
desapercibida. Pero volvamos a imaginar: pensemos que la historia hubiese sido
otra y La Ramona saliese sola, un día de semana más anodino desde el
punto de vista procesional, antes de que nos hayamos hartado de ver pasos y nazarenos.
Y vienese ella al fondo, precedida de centenares de cofrades alumbrando con sus
cirios. Es solo un sueño, pero Mater mea!
Ojalá que el
próximo centenario de la Seráfica sea un punto de inflexión para su Dolorosa.
Que los apuros de los últimos tiempos hayan pasado y la veamos, año a año, ir a
más y más como ella merece. Ojalá verla también permanentemente al culto,
presidiendo un altar. O algún día en el teatro Liceo con alguna pregonera.
Verla, verla y verla. Incluso en una exposición retrospectiva que reuniese en
Salamanca la imaginería de Soriano Montagut, el catalán que se enamoró en las
orillas del Tormes y nos regaló una de sus mejores obras. El cincuenta
aniversario de su fallecimiento no sería mal momento.
Los mejores deseos para la Hermandad de la Agonía. Y a La Ramona, ruega por nosotros.
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