15-10-2025
Ayer, casi superado este verano que se nos ha hecho tan corto aun habiéndose alargado más de lo esperado, de regreso a casa e intentando que la normalidad se haga dueña del día a día, me comentaba mi amigo Manolo cómo había ido la procesión de la Esperanza. Esa que la Dominicana, con el beneplácito bendecido de la diócesis, ha llevado a las calles salmantinas hace poco más de quince días con motivo del Año Jubilar de la Esperanza. Me decía que todo había salido bien, muy bien, en cuanto a participación, organización y público. Salvo alguna cosilla mejorable –siempre según criterio del exponente– creo que los de la calle Marquesa de Almarza pueden darse por más que satisfechos.
Sin embargo, tras la conversación, amena y distendida como
siempre, me quedé con el «runrun» de lo del carácter extraordinario del evento.
O quizá ya lo traía yo rumiado de antes, pero la cosa es que me dio por pensar
en ese título de «Procesión Extraordinaria de la Virgen de la Esperanza por el
Año Jubilar» y en que, yendo como vamos unos pasos por detrás de los influencers
en cofradías y que, aunque nuestro alcance es bastante más limitado (Dios no lo
quisiera), estamos a nada de pasar de lo extraordinario a lo magno y de ahí a
cerrar el círculo (Dios no lo quiera, siquiera vicioso).
Cuando hace unos años, pocos si los miramos con los ojos de
quienes ya estamos a punto del jubileo laboral, nos costaba algo más que un
triunfo sacar a la calle algunas de nuestras procesiones de pasión en los días
que tenían asignados; cuando la Vera Cruz se las veía y se las deseaba para
poner en la calle sus pasos aunque fuera a ruedas; cuando en el Flagelado
rezaban con más fervor de lo normal si cabe para que no hubiera partido de la
selección de fútbol; cuando la Seráfica pedía con cierta desesperación gente
para poder cargar a la Dolorosa y salir a la calle dignamente; cuando la Piedad
subía solitaria la calle Palomino escoltada por un par de nazarenos que debían
ayudar a empujar en la cuesta arriba para que no rodase cuesta abajo; cuando la
Universitaria se limitaba a rezar un viacrucis con su imagen o directamente a
no salir por falta de hermanos, cuando, ya digo, nuestra Semana Santa
tradicional andaba renqueante por los rincones de la piedad popular, no había
alma que imaginase siquiera, ni en la mejor de sus ensoñaciones, que habría
días en que se harían procesiones «extraordinarias» fuera de las fechas
oficiales. Que se llegaría a tener varias de estas procesiones en el poco
tiempo que va de la vendimia a la castaña y que los cofrades andaríamos por las
calles de Salamanca oliendo el incienso de otoño como si fueran los aromas de
la flor del naranjo.
Y eso sí, ya lo dice mi otro amigo Manolo en su columna de
anteayer, bien está lo que se hace con un sentido, sea en primavera o en la
tercera de las témporas. Pero miedo me da que esto, como ya se comenta que
empieza a ocurrir por tierras meridionales, se nos vaya de las manos, pasemos
de «extraordinarias» a «magnas», perdamos u olvidemos el sentido que debemos
dar a nuestras procesiones y, sobre todo, a nuestras advocaciones de culto y,
cerrando el círculo, lleguemos a la casilla de salida, nuestras cofradías se
queden sin hermanos –ni de fila ni de carga–, nos vuelvan a poner partido de
Champions los miércoles, la Vera Cruz no pueda con lo suyo ni con la ayuda de
los chasis antiguos, el Cristo de la Buena Muerte vuelva a tener que refugiarse
entre los negros capirotes de Jesús de la Pasión, los lunes y los martes se
queden sin procesión y tengamos que lamentar que lo que en su día fue
extraordinario dentro de su ordinariedad, deje de ser siquiera ordinario por el
hastío o el hartazgo de quienes quisieron comerse el pastel de una sentada y en
dos bocados. Ojalá nunca se cierre el círculo (ni vicioso que sea).
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