La religiosidad popular, con sus ricas expresiones de fe
manifestadas en las hermandades y cofradías, ha sido objeto de una profunda
reevaluación y valoración positiva en el magisterio de la Iglesia católica
desde el Concilio Vaticano II. Lejos de considerarse una práctica marginal o
simplemente folclórica, el concilio y los papas sucesivos la han reconocido
como un verdadero tesoro y una fuerza evangelizadora esencial para el pueblo de
Dios.
El Concilio Vaticano II: apertura y revalorización
El Concilio Vaticano II (1962-1965), si bien centró su
reforma en la Liturgia como «cumbre y fuente de toda la acción de la Iglesia» (Sacrosanctum
Concilium, SC 10), no la contrapuso a la piedad popular, sino que la
integró en el marco de la vida espiritual del cristiano.
La Constitución Sacrosanctum Concilium afirma que
la vida espiritual no se agota solo con la participación en la sagrada liturgia
(SC 12). De hecho, recomienda encarecidamente los ejercicios piadosos del
pueblo cristiano, siempre que sean conformes a las leyes y normas de la Iglesia
(SC 13). Este reconocimiento marcó un cambio de perspectiva, al pasar de una
actitud a veces de cautela o desconfianza, a una de apreciación y orientación
pastoral. Se subraya que el cristiano debe también «entrar en su interior para
orar al Padre en lo escondido».
El Concilio sentó las bases para ver en la religiosidad
popular un camino legítimo para vivir la fe, una búsqueda de Dios genuina que
debía ser purificada y evangelizada, pero nunca despreciada.
Pablo VI y la Evangelii Nuntiandi: el gran impulso
San Pablo VI dio un paso fundamental en la valoración de
la piedad popular con su exhortación apostólica Evangelii Nuntiandi
(1975). En un momento de cierta polarización entre liturgia y piedad popular,
el papa reconoció explícitamente los valores intrínsecos de estas expresiones:
Sed de Dios: Reflejan una búsqueda de
Dios que solo los pobres y sencillos pueden conocer.
Capacidad de sacrificio: Hacen capaz
de generosidad y sacrificio hasta el heroísmo.
Sentido de la Cruz: Tienen una
percepción aguda del sentido de la Cruz en la vida.
Sin embargo, Pablo VI también señaló
sus límites, como la exposición a deformaciones de la religión o la falta de
una adecuada formación religiosa. Por ello, insistió en que la piedad popular
debe ser «bien orientada, sobre todo mediante una pedagogía de la
evangelización» (EN 48). Se establece el principio rector: la piedad popular es
una realidad a evangelizar y, a la vez, una fuerza con potencial evangelizador.
Juan Pablo II y Benedicto XVI: profundización
y dirección
Juan Pablo II continuó esta línea,
destacando la importancia de que la fe se haga cultura para ser plenamente
acogida y vivida. La piedad popular es vista como el resultado de la
encarnación de la fe cristiana en una cultura popular, lo que explica su
carácter encarnado, con «carne y rostro» (María, Jesús, los Santos).
Bajo su pontificado, la Congregación
para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos publicó el Directorio
sobre la Piedad Popular y la Liturgia (2002). Este documento es esencial, ya
que ofrece criterios teológicos y orientaciones pastorales precisas, buscando
la armonización de la piedad popular con la liturgia, asegurando que las
devociones conduzcan a la conversión y a la participación plena y consciente en
la eucaristía y el sacramento de la reconciliación.
Benedicto XVI, a su vez, también valoró la piedad popular
como una expresión de fe que ha entrado en el corazón de los hombres,
constituyendo un gran patrimonio de la Iglesia, y destacando cómo a través de
ella «la fe se ha hecho carne y sangre» (Carta a los seminaristas,
2010).
El papa Francisco: la religiosidad popular como lugar
teológico
El papa Francisco mostró un aprecio particularmente
profundo por la religiosidad popular, considerándola una manifestación del
genio propio del pueblo de Dios. En Evangelii Gaudium (2013), la eleva a
la categoría de «lugar teológico», es decir, un sitio desde donde Dios se
manifiesta y donde se puede aprender sobre la fe.
El recordado papa subraya varios aspectos cruciales en el
contexto de las hermandades y cofradías:
Antídoto contra el individualismo: la religiosidad
popular, al aglutinarse en cofradías y hermandades, aleja el peligro de una fe
individualista, sosteniendo relaciones verdaderas en la comunidad cristiana.
Misión de la misericordia: ha instado a las hermandades a
centrarse en la caridad y la misericordia, recordándoles que su razón de ser no
es solo la procesión o la estética, sino el servicio a los más pobres y
afligidos.
Inculturación de la fe: reconoce su capacidad de
transmitir la fe en el lenguaje y las formas propias de un pueblo.
Y sin
olvidar la autenticidad evangélica,
eclesialidad y ardor misionero que deben presidir la actuación de toda
cofradía (papa Francisco, Santa Misa con ocasión de la Jornada de las cofradías y de
la piedad popular. 5 de mayo de 2013).
En
resumen, la doctrina reciente sobre las hermandades y la religiosidad popular
es clara, siempre y cuando mantengan su fidelidad a Cristo, se orienten a la liturgia
y se traduzcan en una caridad operativa. La Iglesia las ve como vehículos
privilegiados de evangelización y como custodios de una fe sencilla y profunda
que sostiene al pueblo de Dios.




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