27-10-2025
En los últimos años, hemos asistido a una notable
proliferación de procesiones extraordinarias fuera de la Semana Santa. Lo que
antes era un acontecimiento reservado a efemérides verdaderamente singulares o
a la urgencia de un culto puntual, hoy parece haberse convertido en un recurso
relativamente habitual. Este fenómeno, a menudo impulsado por la necesidad de
celebrar aniversarios o misiones, nos obliga a debatir sobre la esencia de la
Semana Santa y la identidad de nuestras hermandades.
El origen de esta tendencia está inevitablemente
ligado al concepto de «sevillanización». Ciudades con una
tradición más sobria y penitencial, como Salamanca o Valladolid, han visto cómo
los modos andaluces —con sus marchas más alegres, el costal
o el énfasis en la estética— han permeado sus costumbres. Las procesiones
extraordinarias son la máxima expresión de esta efervescencia cofrade, buscando
mantener viva la llama (y la visibilidad) de la hermandad más allá de la semana
de Pasión.
Quienes defienden estas salidas argumentan, con
razón, que son una herramienta poderosa de evangelización y fervor.
La salida de una imagen bajo palio un sábado de septiembre, como ha ocurrido
recientemente, congrega a cientos de personas en las calles (muchos de ellos
turistas). Son un hito histórico, un orgullo patrimonial y una inyección de
ánimo para la vida interna de la hermandad. Permiten, además, llevar el mensaje
religioso o ligarse a actos de caridad concretos que justifican el esfuerzo.
Sin embargo, también existe una crítica a este
tipo de manifestación religiosa. La principal objeción es que la normalización
de lo «extraordinario» lleva inevitablemente a la banalización. Si las
imágenes recorren las calles continuamente, el misterio, penitencia y
solemnidad que rodea su salida durante la Semana Santa se diluye. Se corre el
riesgo de convertir un acto de culto en un mero espectáculo de masas o, peor
aún, en una exhibición meramente folclórica para disfrute de la banda y el
fotógrafo.
No podemos obviar el impacto en la vida urbana.
Una procesión, por espectacular que sea, es un esfuerzo logístico y un trastorno
que implica, en ocasiones, cortes de tráfico, desvíos y el despliegue de
cuerpos de seguridad. Mientras que en Semana Santa estos inconvenientes son
asumidos como parte de la tradición anual, fuera de ella puede generar molestias y fricción con los vecinos que se realizan
preguntas de todo tipo.
Esto nos lleva a la pregunta central: ¿Cuál es el rol de la procesión? Para muchos, la procesión
es el acto central y la razón de ser de la hermandad. Sin el desfile, no hay
mensaje. Pero la reflexión crítica nos recuerda que la actividad esencial de
una hermandad no se realiza solo durante un día anualmente, sino que tiene que
ver con el culto, con la formación y también con el ejercicio de la caridad.
Si una hermandad centra todos sus esfuerzos y
recursos económicos en organizar una salida extraordinaria, ¿está descuidando
su obra social? ¿Está el paso en la calle eclipsando el trabajo de la cofradía
a lo largo del año? La procesión, incluso la de Semana Santa, debería ser la
culminación de un trabajo anual basado en la fe y la ayuda al prójimo, no un
fin en sí mismo.
Estaría bien que seamos capaces de establecer una
reflexión sobre estos aspectos y preguntarnos por el criterio que se debe
seguir en cada caso, siendo la excepcionalidad la guía que pueda ser seguida
para este tipo de desfiles.




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