Todo
con humor, vaya por delante, pues tengo la sensación de que la Iglesia es muy
dialogante con los «enemigos» de fuera y muy dura, sin humor, con los «amigos
críticos» de dentro.
Pero
es que, con el inicio del Adviento, me dio por dar una vuelta viendo y
observando por las parroquias y he visto que se ha creado una «devoción» a la
corona de Adviento que me ha llamado poderosamente la atención. En algún caso —llámenme
ustedes exagerado— he visto, con estos ojos que se han de comer los gusanos,
más, digámoslo así, «importancia pastoral» y «subrayado catequético celebrativo»
en la bendición y encendido de la dichosa vela de la corona de adviento que en la
consagración. Ya sé que es una exageración lo que digo, pero para cualquier «infiel»
que haya estado en muchas de estas celebraciones, les aseguro, que sacaría la
misma conclusión que este servidor. Monición, canto, bendición, repetición de
explicación en las homilías, puesto relevante en la celebración y un largo
etcétera. A mayor dinamismo pastoral, mayor gloria y honor a la corona.
Nada
que objetar, aún dicho lo dicho. La corona de adviento es un signo (no símbolo)
que, a modo de semáforo, ayuda pedagógicamente, que no mistagógicamente (esto
para nota), a contar los días hasta la Navidad. Un signo de origen protestante
que tiene robado el corazón a muchos pastoralistas. Sin formar parte del rito
romano, incluso, ha llegado a ser introducida (su bendición con oración
litúrgica y todo) por la Conferencia Episcopal Española en el Libro azul de
la Sede. Libro digno de estudio, pero eso es otro cantar.
El
caso es que hace poco, en la conmemoración de todos los fieles difuntos, un
grupo, de cuyo nombre no quiero acordarme, y en una parroquia, de cuya
nomenclatura también quiero sufrir amnesia, regida por altas jerarquías, que
tampoco miento, propuso, este grupo, poner un catafalco para la celebración
como signo, de arraigo tradicional católico, nunca prohibido, hasta ahora, por
ningún documento ni rúbrica. La cuestión es que, ante la propuesta de este
signo, también pedagógico al igual que el otro referido, provocó un revuelo y
unas inquietudes terribles (ahorro detalles). Los argumentos, los más serios,
digamos, fueron que era un signo macabro, supersticioso, puramente folclórico,
teatral y, sobre todo, antiguo (y yo añado que religa a la tradición de la Iglesia
católica de toda la vida).
Toda
comparación es odiosa. Claro está. Y esta más, sin duda alguna. Pero es que la
doble vara de medir en lo referido, en lo que no se necesita abundar más, me
lleva también a otra cuestión más «cofradiera». ¿Cual? La «lucha» en muchos
casos, en las sedes canónicas compartidas con parroquias, sobre todo, entre los
carteles, letras, símbolos, velas, trapos para dinamizar la celebración y los,
por ejemplo, altares de culto, velas, flores y otras cosas más de estilo
cofradiero. A unos todo y a otros se les niega el pan y la sal. Lo mismo de lo
mencionado de la corona y el catafalco. Dos cosas en sí exactamente igual y
tratadas de modo totalmente distinto.
La
cuestión es que me da la olor, pues no asevero ni sentencio, que
hay mucho mar de fondo detrás de estas «bobaditas» en las que se pierde la paz
y la calma.
¿Será
que todo boato litúrgico y de signos clásicos que unan inexorablemente con la
tradición católica de toda la vida crea cierto resquemor?
¿Será
que cualquier cosa que venga de la «reforma» protestante es siempre visto como
algo moderno y de apertura?
¿Será
que no se piensa en las cosas con la suficiente hondura?
En
fin, no me hagan caso.
Es
que me dio hoy por pensar y comparar. Y la cuestión es que luego pienso y me
digo: ¿Y a ti quién te ha dado permiso para pensar?
En
fin, «las cosas de las cosas». Sin más.




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