lunes, 3 de julio de 2017

Bellas y dignas

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Tomás González Blázquez

Promesa del silencio de la Hermandad Universitaria en el Patio de Escuelas | Fotografía: ssantasalamanca.com

03 de julio de 2017

"Se buscarán caminos para que todas las prácticas de piedad popular contribuyan a la renovación espiritual de las muchas personas que en ellas participan, aspirando a profundizar en el sentido de vivencia personal y del testimonio de nuestras manifestaciones espirituales en espacios públicos; que sean bellas, dignas, que generen preguntas y susciten búsquedas".

La Asamblea Diocesana en vías de aplicación no trató con detenimiento ni la religiosidad popular ni las procesiones u otras manifestaciones públicas de fe, pero sí abrió la puerta a hacerlo, reconoció su relevancia como no lo había hecho la Iglesia salmantina en anteriores ocasiones, y en definitiva acordó unas breves y aprovechables orientaciones como las que encabezan este texto.

Conviene recordar que las prácticas de piedad popular se suceden en la vida de fe de personas y familias, y que en el caminar de la comunidad parroquial, sin cofradías de por medio si es que no las hay, lo popular aparece con la naturalidad con que debe ser acogido. Allí donde se ha cuidado ha dado frutos. Señalo también que existen posibles manifestaciones públicas de fe que no son procesiones, o que no enmarcaríamos en el ámbito de lo popular o tradicional, aunque debe admitirse que no son demasiadas, que algunas resultan escasamente explícitas y que ese campo ha de ser más y mejor explorado.

Dedico ahora mi reflexión a las procesiones que acontecen en Salamanca, las anuales y las extraordinarias, las de cofradías y las de parroquias, movimientos o institutos religiosos así como las diocesanas. La Asamblea quiere que resulten sugerentes, que interpelen, y que lo hagan a partir de un mínimo exigible de belleza y dignidad, es decir, que su calidad sea aceptable y, aún más, complazcan y apunten a la excelencia. Que la perfección formal sea un medio adecuado para alcanzar el fin propuesto. Hace unos meses en este mismo espacio, Tomás Gil decía, entonces acerca de las obras de arte, que "la belleza no depende del gusto que nos proporciona, sino de su capacidad para comunicar una fuerza creadora y transformante". Y es cierto que, para disfrutar en profundidad y plenitud de una obra de arte, también es necesario educar el gusto, formarse, saber contemplar además de mirar. La procesión, que a menudo incluye meritorias obras de arte, transita ante público diverso, que sabrá contemplar, alguno, o no, casi todos. La procesión pasa y esgrime una pretendida belleza como argumento para atraer y transmitir, para comunicar esa fuerza que transforma. ¿Es la procesión una efímera obra de arte?

Yo respondería con un rotundo sí. Una obra de arte cristiano. En figura de Nacho Pérez de la Sota compartida el pasado mayo en una tertulia a la que acudí, verdadero "teatro sacro". Entiendo que solo desde esa concepción es factible que la procesión sea bella y cumpla sus objetivos. Y será bella cuando sus actores sean artistas que aspiren a comunicar a través de su obra conjunta, donde el genio personal de cada uno se ordena a criterios definidos, aceptados y queridos, pensados y asumidos tras invocar al Espíritu. Será bella si a ellos les parece bella, si ellos la hacen bella, si han educado su gusto predispuesto para ser complacidos y complacer  mediante la procesión. La espontaneidad en el anuncio de la fe, que el Espíritu también puede suscitar, tiene su lugar ordinario en otros contextos. La procesión-función, sin embargo, resultará bella si es uniforme porque nos hablará de comunión y unidad; si es repetida y hasta previsible, porque nos revelará constancia y firmeza; si es versátil sin perder su sello, porque sabrá pronunciarse sin malinterpretar. Así, respetaría el libreto con fidelidad al autor del texto, la tradición de la Iglesia en un sitio concreto, del que la cofradía-directora ha hecho su adaptación al tiempo y los cofrades-actores tienen la responsabilidad de llevar al escenario-atrio callejero. En el patio de butacas y las plateas conviven fervorosos, curiosos, indiferentes y algún hostil que se asomó al ver la puerta, abierta siempre. Todos, sin excepción, público al que complacer la vista, el oído… y el espíritu.

En el lento proceso hacia la belleza de una procesión se parte de una dignidad que se da por supuesta pero que, a veces, no conseguimos. No es digno, es decir, no alcanza una calidad aceptable, que se salga con zapatillas de deporte en lugar de zapatos como hacen decenas de cofrades salmantinos, ni tampoco es digno que en las procesiones extraordinarias participe un porcentaje tan escaso de hermanos y se alarguen los cortejos con representaciones, ni que se convoquen desfiles a sabiendas de que la respuesta será tan limitada que realmente no obedecen a un criterio pastoral sólido, ni que se procesione con imágenes de categoría insuficiente y hasta ínfima o con elementos superfluos. Es cierto que en Salamanca salen procesiones bellas, pero no lo es menos que salen procesiones indignas. La aplicación efectiva de la Asamblea Diocesana demanda como objetivo a medio plazo la belleza de las procesiones, pero exige a corto la dignidad de todas ellas.


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