lunes, 22 de febrero de 2021

Amor constante más allá de la muerte...

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Ramiro Merino


22-02-2021

 

Una imagen –todos lo hemos experimentado alguna vez– puede conmovernos profundamente. Y no me refiero únicamente a lo exultante o desgarrador del sentimiento que pueda sugerir, sino al modo en que nos conecta con lo inefable y auténtico de nuestra naturaleza. Es algo así como una revelación que, apenas ha rozado nuestra conciencia, nos persigue, nos asedia, nos provoca... sin que podemos evitarlo.

Algo así me sucedió recientemente con una noticia que publicaba el periódico Mediterráneo, encabezada por el siguiente titular: Dos ancianos de despiden en el hospital antes de morir por covid tras 70 años juntos. La ilustraba una imagen de la que ya no pude olvidarme. En el centro, los dos protagonistas, Derek y Margaret, culminaban un deseo que surgió en su adolescencia: compartir sus vidas eternamente. Cuando el final de su vida se anunció inevitable, la hija de ambos organizó el encuentro.

Margaret apenas consigue enfocar su mirada sobre el rostro de su amado, no es capaz de incorporase ni de acercarse, pero se aferra a sus manos con la determinación de una esperanza indestructible. El contacto de su piel parece colmar un sueño reparador y definitivo. La externa debilidad oculta las palabras y los gestos que sin duda no hubiera escatimado. Pero, en este momento, no son necesarias.

Derek es más fuerte y pertinaz. Emplea sus últimas fuerzas en acercarse a Margaret y unir sus manos en un gesto de protección y liberación. Su rostro refleja la intensidad del momento en un rictus de amargura, dolor, alegría y liberación. Ambos intuyen que este último aliento es la antesala de su encuentro definitivo. Y esa convicción no se puede ocultar ni fingir. Tampoco se puede expresar con el lenguaje. De ahí el impacto de la imagen.

Desconozco si hubo un intercambio de palabras. Si así fue, imagino que brotarían atropelladas e inconsistentes, que serían más bien balbuceos. Derek y Margaret murieron poco después, con tres días de diferencia. Pero su lección de vida se impone con desbordante sencillez. Nos enfrenta a una dimensión del amor que a veces se oculta o se ignora o se desconoce: el amor que acepta ser vulnerable, el que dignifica y alaba todo lo que toca nuestra vida. Quevedo lo condensó en su poema «Amor constante más allá de la muerte»: alma (...) / venas (...) / medulas (...) / polvo serán, mas polvo enamorado.

Como en el desenlace de la Pasión, la historia de Margaret y Derek nos coloca –más bien nos descoloca– frente a interrogantes que tienen que ver con el compromiso, la entrega y el dolor extremos. Como Jesús en la cruz, ambos aceptan que «todo está cumplido». Pero en sus manos unidas, en sus miradas se manifiesta la dimensión verdadera del amor de Dios: infinito y libre, que nunca comprenderemos desde nuestros esquemas, pero del que tenemos la muestra más palpable: su mismo hijo, amándonos hasta el extremo, mostrándonos que otra humanidad es posible. En palabras de J. Mª Rodríguez Olaizola: «la palabra definitiva de Dios, que resuena con dolorosa desnudez desde el silencio de la cruz». (Añado: también la tuya y la mía).


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