Una
imagen –todos lo hemos experimentado alguna vez– puede conmovernos
profundamente. Y no me refiero únicamente a lo exultante o desgarrador del
sentimiento que pueda sugerir, sino al modo en que nos conecta con lo inefable
y auténtico de nuestra naturaleza. Es algo así como una revelación que, apenas
ha rozado nuestra conciencia, nos persigue, nos asedia, nos provoca... sin que
podemos evitarlo.
Algo
así me sucedió recientemente con una noticia que publicaba el periódico
Mediterráneo, encabezada por el siguiente titular: Dos ancianos de despiden
en el hospital antes de morir por covid tras 70 años juntos. La ilustraba
una imagen de la que ya no pude olvidarme. En el centro, los dos protagonistas,
Derek y Margaret, culminaban un deseo que surgió en su adolescencia: compartir
sus vidas eternamente. Cuando el final de su vida se anunció inevitable, la
hija de ambos organizó el encuentro.
Margaret
apenas consigue enfocar su mirada sobre el rostro de su amado, no es capaz de
incorporase ni de acercarse, pero se aferra a sus manos con la determinación de
una esperanza indestructible. El contacto de su piel parece colmar un sueño
reparador y definitivo. La externa debilidad oculta las palabras y los gestos
que sin duda no hubiera escatimado. Pero, en este momento, no son necesarias.
Derek
es más fuerte y pertinaz. Emplea sus últimas fuerzas en acercarse a Margaret y
unir sus manos en un gesto de protección y liberación. Su rostro refleja la
intensidad del momento en un rictus de amargura, dolor, alegría y liberación.
Ambos intuyen que este último aliento es la antesala de su encuentro
definitivo. Y esa convicción no se puede ocultar ni fingir. Tampoco se puede
expresar con el lenguaje. De ahí el impacto de la imagen.
Desconozco
si hubo un intercambio de palabras. Si así fue, imagino que brotarían
atropelladas e inconsistentes, que serían más bien balbuceos. Derek y Margaret
murieron poco después, con tres días de diferencia. Pero su lección de vida se
impone con desbordante sencillez. Nos enfrenta a una dimensión del amor que a
veces se oculta o se ignora o se desconoce: el amor que acepta ser vulnerable,
el que dignifica y alaba todo lo que toca nuestra vida. Quevedo lo condensó en
su poema «Amor constante más allá de la muerte»: alma (...) / venas
(...) / medulas (...) / polvo serán, mas polvo enamorado.
Como
en el desenlace de la Pasión, la historia de Margaret y Derek nos coloca –más
bien nos descoloca– frente a interrogantes que tienen que ver con el
compromiso, la entrega y el dolor extremos. Como Jesús en la cruz, ambos
aceptan que «todo está cumplido». Pero en sus manos unidas, en sus miradas se
manifiesta la dimensión verdadera del amor de Dios: infinito y libre, que nunca
comprenderemos desde nuestros esquemas, pero del que tenemos la muestra más
palpable: su mismo hijo, amándonos hasta el extremo, mostrándonos que otra
humanidad es posible. En palabras de J. Mª Rodríguez Olaizola: «la palabra definitiva de Dios, que resuena
con dolorosa desnudez desde el silencio de la cruz». (Añado: también la
tuya y la mía).
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