viernes, 20 de mayo de 2022

Capirotitis aguda

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Paulino Fernández

Foto: Alfonso Barco

20-05-2022

Una de las cosas de las que no suelo hablar, como hacen los famosos del papel cuché, es de mi vida privada. No porque sea una cuestión que trate de ocultar al universo, qué va, es porque, aunque yo sea muy dado a hablar de mi libro, la realidad es que nunca ha salido el tema. Y en este caso tampoco, pero lo saco yo porque viene al caso.

Mi padre es médico. Jubilado, sí, pero médico. Además de los que están ahora tan «en peligro de extinción», que parece que quedan uno o dos en toda la comunidad ‒y muchos me parecen, dado el puteo administrativo al que les someten‒. Es médico de atención primaria en el ámbito rural. De esos que, cargado con un fonendo y sentido común, se enfrentaba a pecho descubierto a lo que entrase por la puerta del consultorio, desde una embarazada hasta un accidentado de tráfico, pasando por un abuelo de los que pueblan la «España vaciada» con sus múltiples achaques, también de soledad. Y, para colmo, se casó con una enfermera obstétrico-ginecológica, que arrastra sobre sus hombros años de trabajo en el complejo hospitalario.

De manera que, siendo así las cosas, en mi casa ha resonado ‒respetando siempre el secreto profesional‒ los «itis» y las «algias». Y aunque a mí Dios me llamó por los derroteros de las letras y el Derecho, siempre me ha encantado conocer la fisiología propia de los humanos, señalando que casi no he superado la etapa del «¿y eso por qué?» cuando me enfrento a las conversaciones sanitarias en el salón.

Así que, poniéndome la vieja bata de mi padre para ir a trabajar ‒tapando el logo del INSALUD, eso sí‒, me he imaginado a mí mismo imitándolo muchas veces. Y, en esta ocasión, así ha sido. He vestido su bata para escribir este artículo.

En Salamanca (y seguro que en muchos más sitios, pero yo conozco esto. No soy un capillita premium de los que recorre la geografía española cuando llega «lo que más ama»), muchos cofrades sufren de una capirotitis aguda. Es una dolencia que parece pandémica, y que con el paso de los años crece más y más, así que me dispongo a describir los síntomas para que estemos atentos, no sea que nos hayamos pasado apretando el capirote tras dos años sin usarlo y seamos un caso sin saberlo:

1º) Edomismo paroxístico. De la misma manera que Esaú, llamado a posteriori Edom, vendió sus derechos de primogenitura por un plato de lentejas, los afectados suelen vender sus principios y opiniones por una vara, un puesto o un simple sitio en la foto de rigor. Si Esaú arrastró durante su vida el trato con Jacob-Israel, tanto que le obligó a exiliarse a tierras de su tío Labán y vagar por montes y valles, los afectados que sufren de este síntoma dejan claro a todos su marxismo grouchista y ratifican que el valor de su palabra es inversamente proporcional a la posibilidad de conseguir un carguito, que suele depender más de hacer la pelota que de los méritos propios. Como le pasó a Esaú, que por matar un hambre momentánea se castigó toda su vida, tantos cofrades hipotecan su futuro semanasantero por un segundo de atención.

2º) Alteraciones espaciotemporales. Los afectados pierden totalmente el sentido del tiempo ‒litúrgico‒ y del espacio ‒celebrativo‒ en el que se encuentran, y viven en un delirium tremens perpetuo en el que no existe celebración religiosa alguna que no sea una Semana Santa infinita, por lo que si no hay procesión es necesario recrearla en vídeos, fotos o publicaciones de Facebook, Twitter, Instagram y, si nos despistamos, hasta en InfoJobs. Puede confundirse con un capillita cualquiera, pero el matiz diferenciador se basa en que el afectado por capirotitis olvida de toda manera qué se celebra en Pascua, en Corpus o en la fiesta de San Juan de Sahagún y los días pasan a ser meras balizas, cual salida de la autovía, que marcan la cuenta atrás para el desfile procesional de turno. El Domingo de la Misericordia, por ejemplo, deja de ser el II Domingo de Pascua para ser un recordatorio de que quedan trescientos y muchos días para la próxima procesión. Ojo, cuando esto llega al Comunity Manager de la hermandad, ahí es casi incurable.

3º) Ombliguismo súbito. Para mí es, junto al anterior, el síntoma más grave de esta (cen)cerril pandemia. El sujeto a/in fectado pierde la noción de su sentir eclesial y pasa a considerarse el centro de la Iglesia ‒diocesana y casi universal‒ en los días sagrados. Esta manifestación, escuchada en varios círculos cofrades durante los pres y los pos de los inicios de algunos desfiles, fue la que me puso sobre la pista de esta dolencia de la Semana Santa charra. Se caracteriza por confundir el culo con las témporas, considerando que el obispo no es el sucesor de los apóstoles, el guardián de la Tradición y encargado de la transmisión intacta de la fe de nuestros padres, si no que se trata de una suerte de figura de atrezo que está para embellecer y dar lustre a unas marchas que, si no remontan, no es por su presencia o su ausencia. Esto presenta un grave problema, con múltiples aristas. En primer lugar, porque desdibuja la labor episcopal y la trastoca en una mera comparsa que está a disposición, única y exclusivamente, de las hermandades, cargándose toda la eclesiología propia de su pastoral. Segundo, porque da una muestra del narcisismo desaforado de quienes consideran las hermandades los únicos espacios eclesiales en meditar la pasión y muerte merecedores de acompañamiento episcopal y, para más inri, además, los únicos de las dos diócesis encomendadas a su cuidado. En tercer lugar, porque supone una falta de respeto enorme para los capellanes, consiliarios y sacerdotes, que actúan también in persona Christi, y que nos acompañan todo el año y también los días Santos sin importar la carga pastoral que soportan sobre sus hombros.

Y finalizado el diagnóstico, llega el turno de la receta. Humildad, de la de verdad, para asumir que ni somos más ‒tampoco menos‒ ni somos diferentes a los demás fieles y para callar el orgullo vano que nos lleva a vendernos a nosotros mismos por figurar. Caridad, para ponernos en la piel de nuestros hermanos. Y, sobre todo, fe y oración, con un repasillo al Catecismo cada vez que nos entren ganas de publicar la cuenta atrás para la Semana Santa venidera o de vilipendiar a quien asegura la fidelidad de nuestra creencia solo porque no haya estado tocando las palmas en el tablao que nosotros mismos montamos.


 

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