lunes, 26 de diciembre de 2022

Vexilla Regis prodeunt

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Ramiro Merino

Detalle del Cristo de la Buena Muerte, Zamora | Fernando F. Felice

26-12-2022


Somos antorchas que tienen sentido
cuando se queman; solo entonces seremos luz.
(Lluis Espinal, SJ)

           

¿Te has preguntado por qué perviven en nosotros fragmentos, composiciones, temas musicales que afloran inesperadamente y al margen de nuestro deseo? La música permite el análisis racional, el comentario y la clasificación. Pero donde se mueve a sus anchas, con absoluta libertad y fortaleza, es en nuestro subconsciente (o inconsciente, como queramos llamarlo). Porque solo existe cuando «suena» y nunca se nos da por completo en el instante, sino parcialmente: un sonido tras otro. Y en esa «temporalidad» radica su capacidad de traspasarnos, de conmovernos como ninguna otra manifestación artística. Y por eso la música dignifica, realza, perpetúa, ensalza, intensifica los capítulos del acontecer humano que acontecen de su mano.

Viene la introducción a propósito de una peculiar procesión que, en la noche del Lunes Santo, protagoniza la Hermandad Penitencial del Santísimo Cristo de la Buena Muerte. La imagen de los hermanos, ataviados con túnica y cogulla de estameña blanca, portando una tea de cera y parafina, iluminando el silencio de la noche, arropando al Cristo de la Buena Muerte, atrae enormemente. Pero lo verdaderamente sobrecogedor es la música que lo envuelve, los cantos que emanan del más hondo sentimiento.

En la quietud de la noche las voces del Vexilla Regis en el interior de la Iglesia de san Vicente, mientras el Cristo es depositado a los pies del altar, traspasan lo profundo, abarcan lo insondable, lo sugieren todo sin decir nada. Solo las voces, acordales e intensas, marcando la cadencia del misterio que salva. El himno a cuatro voces es un arreglo de Miguel Manzano sobre una composición del maestro de capilla de la catedral de Zamora, Juan García de Salazar, documentado en el cantoral nº 1 del archivo catedralicio. No obstante, el origen es un canto gregoriano del siglo VI, obra de Venancio Fortunato. Me interesa destacarlo, porque la espiritualidad de la música emana especialmente del canto llano neumático, del fluir cadencioso que regala el canto gregoriano. El contraste entre las partes monódicas gregorianas y la polifonía de las secuencias acordales completa la singular experiencia de una música que estremece.

El texto es un canto de homenaje a la cruz –Salve, ¡oh cruz, única esperanza nuestra! –, un sentido clamor ante el misterio de una muerte que da vida, ante un Dios todo amor y todo entrega, ante una lógica que rompe los planteamientos humanos. La mirada y el oído se centran en la cruz que nos hace plenamente humanos e hijos de Dios –¿qué mayor plenitud puede desear el hombre?–. Y el centro no es el objeto en sí. No es la cruz lo que nos salva, sino el crucificado; es el amor de Jesús lo que nos redime –morte vitam protulit (con la muerte nos dio la vida)–. Con ese acto de amor extremo la vida del hombre adquirió para siempre un nuevo y definitivo sentido. La muerte y la vida en el gesto más grandioso que Dios nos pudo dar: a su propio hijo encarnado –el dios más humano, el hombre más divino–. Y la Navidad que hoy celebramos, el nacimiento del hijo de Dios, marcó el inicio de la esperanza definitiva.

Pero no es necesario añadir más comentarios; todo lo que explican y matizan las palabras se puede sentir, de un modo mucho más intenso y profundo, escuchando el Vexilla Regis mencionado.

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