26-12-2022
¿Te has preguntado por qué perviven
en nosotros fragmentos, composiciones, temas musicales que afloran
inesperadamente y al margen de nuestro deseo? La música permite el análisis
racional, el comentario y la clasificación. Pero donde se mueve a sus anchas,
con absoluta libertad y fortaleza, es en nuestro subconsciente (o inconsciente,
como queramos llamarlo). Porque solo existe cuando «suena» y nunca se nos da
por completo en el instante, sino parcialmente: un sonido tras otro. Y en esa «temporalidad»
radica su capacidad de traspasarnos, de conmovernos como ninguna otra
manifestación artística. Y por eso la música dignifica, realza, perpetúa,
ensalza, intensifica los capítulos del acontecer humano que acontecen de su
mano.
Viene la introducción a propósito de
una peculiar procesión que, en la noche del Lunes Santo, protagoniza la
Hermandad Penitencial del Santísimo Cristo de la Buena Muerte. La imagen de los
hermanos, ataviados con túnica y cogulla de estameña blanca, portando una tea
de cera y parafina, iluminando el silencio de la noche, arropando al Cristo de
la Buena Muerte, atrae enormemente. Pero lo verdaderamente sobrecogedor es la
música que lo envuelve, los cantos que emanan del más hondo sentimiento.
En la quietud de la noche las voces
del Vexilla Regis en el interior de la Iglesia de san Vicente, mientras
el Cristo es depositado a los pies del altar, traspasan lo profundo, abarcan lo
insondable, lo sugieren todo sin decir nada. Solo las voces, acordales e
intensas, marcando la cadencia del misterio que salva. El himno a cuatro voces es
un arreglo de Miguel Manzano sobre una composición del maestro de capilla de la
catedral de Zamora, Juan García de Salazar, documentado en el cantoral nº 1 del
archivo catedralicio. No obstante, el origen es un canto gregoriano del siglo
VI, obra de Venancio Fortunato. Me interesa destacarlo, porque la
espiritualidad de la música emana especialmente del canto llano neumático, del
fluir cadencioso que regala el canto gregoriano. El contraste entre las partes
monódicas gregorianas y la polifonía de las secuencias acordales completa la
singular experiencia de una música que estremece.
El texto es un canto de homenaje a
la cruz –Salve, ¡oh cruz, única esperanza nuestra! –, un sentido clamor
ante el misterio de una muerte que da vida, ante un Dios todo amor y todo
entrega, ante una lógica que rompe los planteamientos humanos. La mirada y el
oído se centran en la cruz que nos hace plenamente humanos e hijos de Dios –¿qué
mayor plenitud puede desear el hombre?–. Y el centro no es el objeto en sí. No
es la cruz lo que nos salva, sino el crucificado; es el amor de Jesús lo que
nos redime –morte vitam protulit (con la muerte nos dio la vida)–. Con
ese acto de amor extremo la vida del hombre adquirió para siempre un nuevo y
definitivo sentido. La muerte y la vida en el gesto más grandioso que Dios nos
pudo dar: a su propio hijo encarnado –el dios más humano, el hombre más divino–.
Y la Navidad que hoy celebramos, el nacimiento del hijo de Dios, marcó el
inicio de la esperanza definitiva.
Pero no es necesario añadir más
comentarios; todo lo que explican y matizan las palabras se puede sentir, de un
modo mucho más intenso y profundo, escuchando el Vexilla Regis
mencionado.
0 comentarios: