Rostro de Cristo, obra de Luciano Díaz-Castilla, que puede verse en la exposición Contrapunto 2.0 en la Catedral Nueva |
11 de febrero de 2019
En un mundo tan secularizado como el actual, en pleno siglo XXI, ¿cómo nos imaginamos el rostro de Cristo? ¿Cómo lo reflejan los artistas contemporáneos? ¿Ha cambiado la imagen de Cristo? En el año 2000 la National Gallery de Londres conmemoraba la llegada del nuevo milenio con cerca de ochenta obras que componían Seeing Salvation, una gran muestra que trataba de responder a tres preguntas claves: ¿cómo se ha representado visualmente a Cristo a lo largo de los últimos 2000 años?, ¿cómo los artistas se han enfrentado al desafío de atraer a los fieles hacia la vida de Cristo? y ¿qué relevancia tienen estas imágenes para el público contemporáneo? La exposición iniciaba su recorrido recordando los inicios del arte cristiano, que partía de una tradición anicónica y que no conoce imágenes hasta el año 200, cuando Cristo comienza a ser representado a través de las metáforas de los evangelios, como el Buen Pastor, el cordero, la cruz o el pez.
Pasados estos momentos de titubeo e incertidumbre, los artistas tuvieron que enfrentarse al desafío que suponía representar la naturaleza dual de Cristo: humana y divina. De ahí la abundancia de representaciones de la Sagrada Familia, la Adoración de los Magos y la Santísima Trinidad. Hacia 1500, La Virgen de la pradera, del veneciano Giovanni Bellini, recoge muy bien esta dualidad. Cristo niño duerme apaciblemente en el regazo de su madre en una composición típicamente piramidal donde podemos intuir la venidera representación de la Piedad y la transformación futura de ese niño que prepara ya su muerte para salvar a la humanidad. El sueño se convierte así en una metáfora de la muerte. En el fondo del cuadro, un cuervo lucha con una serpiente, una alusión intencionada a la Resurrección de Cristo y su victoriosa batalla contra el demonio, simbolizado por la serpiente.
Sin embargo, a pesar de estas representaciones no estaba clara aún cuál era la imagen verdadera de Cristo. ¿Sería la representación más alejandrina de un Cristo joven y luminoso cual Apolo o más bien la de un Cristo siriaco, de aspecto más maduro, largos cabellos y generosa barba? Probablemente esta última sea la imagen más extendida de Jesús que tenemos, al menos para los jóvenes alumnos de Historia del Arte de 2º de Bachillerato del IES Mateo Hernández es la más evidente. Y ciertamente esta "imagen verdadera" se populariza con la aparición de imágenes milagrosas como la de la Verónica, que significó un cambio radical en la representación de Cristo. Las imágenes que producían los artistas se basaban en estas reliquias y así se va fijando el semblante que hoy en día todos reconocemos como la imagen de Jesucristo: la del hombre barbado y de largos cabellos. Gabriele Finaldi en The image of Christ, estudio que acompañó a esta exposición, comenta que en estas imágenes del velo de la Verónica es como si Jesucristo se hubiese hecho "su propio autorretrato", legándonos sus rasgos.
Otro aspecto que interesó a los artistas, una vez fijada su fisonomía, y tras los escritos de san Bernardo de Claraval y, sobre todo, de la llegada de la espiritualidad franciscana, fue la representación de la humanidad doliente de Cristo. La imagen de Cristo en la cruz se convertirá en la imagen de la Pasión de Cristo y también en la de la compasión de los fieles ante su dolor. Baste recordar las obras de Francisco Ribalta y su impresionante San Francisco abrazando al Cristo Crucificado para comprender que las representaciones de la Pasión de Cristo, con sus heridas y suplicios, ofrecen también la ocasión perfecta para rezar y atraer el alma de los creyentes, para aproximar al hombre a Cristo.
Todas estas representaciones sirvieron para aquellos que nos precedieron pero, y en la actualidad, ¿cómo representamos a Cristo? ¿Nos sirven estas imágenes heredadas de la tradición cristiana? O, por el contrario, ¿ya no nos dicen nada? Muy probablemente el hombre contemporáneo esté perdiendo las referencias iconográficas para comprender este tipo de pintura y poder establecer un nuevo diálogo con Cristo. En un mundo de guerras y atrocidades necesitamos la presencia duradera del rostro de Cristo; necesitamos hacer visible su figura, sus rasgos, en un lenguaje cercano al hombre contemporáneo. Pero, ¿cómo conseguirlo? Nuestras percepciones espirituales y preocupaciones han cambiado y los artistas deben estar atentos para redefinir los nuevos diálogos y las nuevas imágenes. También la Iglesia necesita aprender de los artistas el lenguaje de su tiempo y usar imágenes inteligibles y no arqueológicas, sin dejar de ser fiel a Jesús "que es y era y viene" (Apocalipsis 1, 8). Los artistas nos descubren las inquietudes y esperanzas del hombre de hoy y atisban el misterio indecible del que cada ser es portador. De ahí la importancia de muestras como Contrapunto 2.0 en la Catedral Nueva de Salamanca, organizada por la fundación Las Edades del Hombre, exposición conmemorativa del 25º aniversario de la edición El Contrapunto y su Morada (1993-94) celebrada en las dos catedrales de Salamanca, que supone un claro ejemplo de diálogo entre fe y cultura a través del arte, demostrando el empeño de la Iglesia por actualizar el mensaje evangélico.
De entre los magníficos "contrapuntos" que conforman la exposición llama poderosamente la atención del visitante la versión de la imagen de Jesucristo que nos ofrece el pintor abulense Luciano Díaz-Castilla (El Soto de Piedrahita, 1940). Su Rostro de Cristo resulta inmensamente poderoso frente a las tradicionales representaciones de Jesucristo a menudo relamidas y sin fuerza. La obra de Díaz-Castilla actualiza las diluidas versiones de la imagen de Cristo gracias a una pincelada llena de desgarro y dolor. Sus gruesos empastes, la abundancia del color y su enorme carga matérica confieren a la imagen un hondo dramatismo, una gran fuerza capaz de interpelar al hombre contemporáneo que se siente identificado ante el dolor que transmite la imagen. El artista centra toda la composición en torno al rostro de Cristo, prescindiendo de cualquier referencia a la pasión. No hay cruz, no hay clavos, no vemos sus llagas, solo intuimos la corona de espinas a través del enérgico trazo negro que ciñe su frente junto a una ráfaga de rojizos pigmentos. La cruz es invisible pero el visitante la nota, agobiado tal vez por el peso de su propia cruz. Amplios brochazos negros definen su cabello largo, la negra barba parece aprisionar la boca cerrada, hermética, del que nada tiene que decir pues lo ha hablado todo con sus actos. La expresión se centra en los ojos, en esa mirada perdida, llena de gran dolor y soledad, la que experimenta el hombre que ha superado todas las pruebas y llega al final de la Pasión exhausto, rendido, sin fuerzas, desfigurado por todo lo sufrido. Los tonos negros dejan paso a ligeros toques de amarillo Nápoles, a notas rojizas y ocres que iluminan brevemente sus mejillas y nos ayudan a fijarnos en sus elocuentes ojos. Frente a la vigorosa pincelada que conforma el rostro de Cristo, unos leves apuntes en la esquina superior derecha sitúan al espectador ante la llegada del crepúsculo. Ligeros toques grisáceos nos hablan del cataclismo que se producirá, del inminente desgarro que todo lo romperá para después dar paso a una cierta paz y tranquilidad.
Podemos fechar esta composición en torno a 1991-92, poco después de que Díaz-Castilla se enfrentara a la figura de san Juan de la Cruz en la exposición Amor y luz (Ávila, 1991). San Juan de la Cruz, Teresa de Ávila y Jesús de Nazaret son los grandes amigos de Luciano Díaz-Castilla, aquellos que le arrebatan su corazón y cuya cercanía quiere mostrarnos a todos los que nos adentramos en sus composiciones. Composiciones donde queda patente su amor por la materia que en sus pinceles y espátulas se transforma dócilmente gracias a su portentosa técnica. La verdad de su proceso creativo le llevará, como él mismo comenta, de "su vivencia a la evidencia", de la materia a la pintura, al aire, al espíritu. Y en esta ocasión nos acerca el rostro de Cristo, que en sus manos se convierte en la imagen del hombre contemporáneo perdido y angustiado por la soledad y el dolor.
El hombre del siglo XXI necesita composiciones potentes como la de Díaz-Castilla, grandes interpretaciones que vuelvan a poner de moda el rostro de Cristo y nos ayuden a comprender el profundo misterio de la vida humana.
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