Participantes en el curso formativo cofrade celebrado tras la entrada en vigor de las normas diocesanas | Foto: Óscar García |
27 de enero de 2020
Una vez en vigor las nuevas normas diocesanas de cofradías, se inicia en estos días una nueva experiencia en el ámbito diocesano, pues se pone en marcha la oferta para el proceso de formación de aquellas personas aspirantes a ocupar los cargos mayores de las juntas directivas de las cofradías (entiéndase por ello los de presidente, vicepresidente, secretario y tesorero, en cualesquiera de las denominaciones que en cada caso se den).
Sobre este punto recuerdo ahora el artículo del ilustre galeno vecino de columna en este espacio, Tomás González, que el 1 de enero del año que ahora se inicia sometía a la consideración de los lectores, de un modo desengañado y ameno, toda una serie de cuestiones abiertas, expectativas, retos... que se presentan en el ámbito de las cofradías.
Seguro que no hay receta para tratar tantas cuestiones abiertas, pero sí es oportuno traer a colación este elemento que es sin duda revulsivo de efectos seguros y beneficiosos: la formación de los fieles que asumen estas misiones.
Podríamos elucubrar sobre la necesidad, conveniencia o ventajas de esta formación. Al respecto ya en el año 1988 el papa Juan Pablo II en la Exhortación apostólica post-sinodal Christifideles laici sobre vocación y misión de los laicos en la iglesia y en el mundo, remarcó, entre otros, como criterios fundamentales para el discernimiento de todas y cada una de las asociaciones de fieles laicos en la Iglesia "la conformidad y la participación en el fin apostólico de la Iglesia", que es "la evangelización y santificación de los hombres y la formación cristiana de su conciencia, de modo que consigan impregnar con el espíritu evangélico las diversas comunidades y ambientes" (nº 30).
Y es que la formación de los fieles laicos tiene como objetivo fundamental el descubrimiento cada vez más claro de la propia vocación y la disponibilidad siempre mayor para vivirla en el cumplimiento de la propia misión.
De poco sirven los cargos si no es desde la comprensión de que "Dios me llama y me envía como obrero a su viña; me llama y me envía a trabajar para el advenimiento de su Reino en la historia". Esta vocación y misión personal define la dignidad y la responsabilidad de cada fiel laico y constituye el punto de apoyo de toda la obra formativa, ordenada al reconocimiento gozoso y agradecido de tal dignidad y al desempeño fiel y generoso de tal responsabilidad. Esta es la tarea maravillosa y esforzada que espera a todos los fieles laicos, a todos los cristianos, sin pausa alguna: conocer cada vez más las riquezas de la fe y del bautismo y vivirlas en creciente plenitud (nº 58).
Todo esfuerzo en esta línea es recompensado con el valor de los contenidos formativos y su proyección. Y esto tampoco es nuevo. Ya afirmó el Concilio Vaticano II que el contexto de la formación integral y unitaria de los fieles laicos es particularmente significativo, por su acción misionera y apostólica, el crecimiento personal en los valores humanos. "Los laicos tengan también muy en cuenta la competencia profesional, el sentido de la familia y el sentido cívico, y aquellas virtudes relativas a las relaciones sociales, es decir, la probidad, el espíritu de justicia, la sinceridad, la cortesía, la fortaleza de ánimo, sin las cuales ni siquiera puede haber verdadera vida cristiana" (Dec. sobre el apostolado de los laicos Apostolicam actuositatem, 4).
Se crea por tanto una oportunidad formativa privilegiada para dar solidez a la fe creída y vivida, y más allá del provecho personal de los destinatarios sin duda redundará también de modo inmediato en el bien de las cofradías.
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