Faroles de mano de la Hermandad del Amor y de la Paz dispuestos para la procesión | Fotografía: Alfonso Barco |
19 de febrero de 2020
Recuerdo esa anécdota (posiblemente apócrifa en alguno de sus aspectos) en la que aquél catedrático de Botánica que tuve le comentaba airado a otro compañero en el descanso de unas pruebas de oposición, cómo había preguntado a un alumno sobre las flacourtiáceas en el examen oral, y cómo el alumno contestó insolente que no tenía ni idea de qué era aquello. Al darse la vuelta mi catedrático para atender otros asuntos, el compañero de conversación dijo, dirigiéndose a un tercero: –¿y quién puñetas sabe qué son las flacourtiáceas?–.
Ciertamente, mi catedrático sabía de qué hablaba, por lo que poco se le puede achacar más allá de la soberbia de sentirse superior por saber algo desconocido para los otros.
Pero también recuerdo a aquél primo lejano por parte de madre, quien tuvo su época de gloria en tertulias televisivas y radiofónicas, en las que habló de todo, divino y humano, con la osadía del ignorante que se ve por encima de la media. Es decir, de quien desprecia a los demás, no sé si inconscientemente, por creerlos más ignorantes que él. Este modelo de comportamiento, en el que el protagonista se cree más inteligente de lo que en realidad es pero que carece de las herramientas que le permiten reconocer su propia incompetencia (otros lo llaman soberbia), es muy común en nuestra sociedad, lo vemos con frecuencia en gentes cercanas y recibe el nombre de "efecto Dunning-Kruger" para quienes hacen ostentación del mismo.
Ciertamente, la mayoría nos consideramos gentes normales. Hay temas que dominamos y otros, la mayoría, de los que apenas tenemos idea y, en estos casos, procuramos mantener la boca cerrada y los oídos abiertos, poner toda la atención e intentar ampliar información y cultura. Pero hay quienes, incapaces de mantenerse al margen, se atreven a pontificar de los temas que dominamos delante de nuestras narices. Y es entonces, cuando hablan de lo que conocemos, cuando no podemos evitar el retorcimiento de las vísceras, desesperándonos al escuchar tantas barbaridades en comentarios hechos plenos de seguridad.
Son más frecuentes de lo que pudiera parecer a primera vista, quienes con ánimo de sentirse válidos –o más válidos– se hacen pasar por tuertos en el país de los ignorantes ciegos. Y, en su osadía, son capaces de hablar de lo que desconocen con la seguridad del experto, incluso en presencia de auténticos especialistas, sin dar su brazo a torcer si se les enmienda la plana… razonadamente. Quienes, en su afán de destacar, avanzan imprudentemente dejando muestra de su osadía a cada paso, pavoneándose de inteligentes.
Los peores son, sin duda, quienes conscientes de su ignorancia, aprovechan su capacidad de engaño para vender su producto, convertirse en santones y lucrarse a costa de sus seguidores, felizmente estafados. Sectas, vendedores de humo, sanadores o gurúes espirituales nos rodean y acechan. Esos que lo mismo te hablan de la epíclesis que de la encarnación del Verbo, sabedores de tu desconocimiento en el tema que interesa.
Y en la Semana Santa, nacional y salmantina, de esos que saben de liturgia más que un presbítero, de reglas más que un canonista, de ornamentos más que un diácono, de historia más que un docto o de tradición más que un anciano, de tanto y tanto como se puede saber, de esos los hay y además, les dejamos vía expedita para que "iluminen" nuestro ignorante camino.
Menos mal que también hay quienes se preocupan de cultivarse, sea de manera reglada o autodidacta, para poder ascender en aquella escala que les preocupa, laboral, cultural o social, y se hacen merecedores de la alabanza y la admiración de quienes no nos preocupamos de ir más allá que de leer los titulares de la poca prensa digna de tal nombre que nos va quedando.
Por eso, se hace imprescindible que esos cursos de formación, pastoral y cofrade, que diseñan las diferentes diócesis –también la nuestra–, sean completos en cuantos apartados sea necesario para formar convenientemente a quienes quieran dejar a un lado la ignorancia, entrar en la esfera del conocimiento y, finalmente, poder desenmascarar a esos santones de inmaculada sotana.
Y así, sabedores de que tras la epíclesis viene la anamnesis, sepan estar prontos para recordar cuanto aprendieron y que no se la den con queso.
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