lunes, 1 de junio de 2020

Aplausos y campanadas

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Conrado Vicente



01 de junio de 2020

Cuando dentro de unos años se rememore el período de confinamiento por la epidemia del virus Covid-19, uno de los sucesos más recordados serán los aplausos diarios en apoyo a los trabajadores sanitarios y a otros colectivos que a las ocho de la tarde ha convocado a millones de ciudadanos en las ventanas de sus casas. Los aplausos de las ocho, más allá del gesto solidario, se han convertido para muchas personas (la mayoría sin saberlo) en un ritual propiciatorio y en un signo palpable de que los demás, conocidos y desconocidos, estaban ahí, con el mismo desasosiego, y que la vida continuaba de puertas adentro más allá de las pantallas de los móviles y el televisor. Tan es así que en los protocolos de los teléfonos de apoyo psicológico se ha incluido la recomendación (y así se ha aconsejado a muchos usuarios) de unirse religiosamente (el adjetivo no es casual) y a diario a esa convocatoria para rebajar la angustia por el aislamiento, el miedo a la enfermedad y la incertidumbre por el futuro. A muchos le ha servido también, como efecto colateral, para saber que sus cercanos tienen nombre y apellidos, y cualidades (solidaridad, civismo…) que nunca les habrían atribuido. 

Prácticamente desapercibidos, por el contrario, han sido los toques de campana que a la hora del Ángelus han vuelto a sonar en muchas iglesias de España con la misma finalidad: mostrar agradecimiento a los servicios de salud y emergencias, rezar por los afectados y, aunque no figure como objetivo oficial, conjurar simbólicamente el mal que ha sido tradicional y popularmente uno de los significados del tañido de las campanas. No por casualidad algunas lo llevan grabado en su cintura ("hago huir a la peste", en latín, figura en una de la Catedral de Oviedo). Sin embargo, pocas personas recordarán esos toques con el paso del tiempo. Hemos olvidado el sonido de las campanas y lo que es más importante su significado social y ritual. Los medios de comunicación, salvo alguna excepción, no han hablado de ellos, y los psicólogos han evitado aconsejar el rezo y la oración para personas creyentes como estrategia para canalizar emociones y reconducir pensamientos nocivos hacia la ilusión y la esperanza. Hubiera sido poco profesional para muchos. Y sin embargo el efecto saludable y benéfico de la oración no es muy distinto al de otras ayudas aconsejadas teniendo en cuenta las restricciones comunicativas de la intervención.

Hoy día sabemos que los aplausos no van a eliminar el virus ni curar a ninguno de los enfermos como tampoco unas cuantas campanadas a las doce del mediodía. Incluso cuando la práctica religiosa imperaba en la mayoría de los hogares y junto a los rezos litúrgicos convivían las creencias mágicas (capillas, amuletos, estampas, reliquias…) los fieles ya sabían en lo más profundo de su ser que esas acciones difícilmente iban a evitar la muerte del niño o cualquier otra calamidad, al igual que los labradores intuían que las rogativas no alejarían al pedrisco si los meteoros estaban para ello. Pero esas acciones rituales, individuales o colectivas, practicadas en la mayoría de los hogares de forma cíclica proporcionaban un sentimiento de seguridad, favorecían la integración social, como las procesiones en días festivos, y procuraban variadas dosis de sosiego y esperanza frente a los acontecimientos adversos de la vida diaria, desde una leve enfermedad hasta la aparición de una epidemia. Dice el antropólogo sevillano Rodríguez Becerra que los rituales religiosos (frente a la doctrina) son el principal medio de comunicación con lo sobrenatural, tienen gran capacidad de transformación, reducen la ansiedad y el temor, refuerzan la solidaridad del grupo y confirman los estatus. ¿Acaso no han sido esos los objetivos de los aplausos de las ocho o los mismos objetivos de las oraciones petitorias que ha propuesto la Conferencia Episcopal al recuperar el toque del Ángelus en las iglesias después de muchos años de silencio?

Los aplausos han dejado de sonar en cuanto abrieron los comercios y las terrazas de los bares con el virus rendido, pero aún no vencido, y con el stress todavía en el cuerpo del personal sanitario. Los teléfonos de emergencia psicológica se van desactivando porque de nuevo la confianza se impone a la incertidumbre. Ya solo quedan las campanas, que siguen tocando al Ángelus de las doce (y que no deberían dejar de hacerlo) para recordarnos con su tañido limpio y cadencioso, entre tanto ruido y confusión, la fragilidad del ser humano frente a cualquier adversidad y procurarnos la seguridad y el coraje necesario para afrontarlas. Como el primitivo teléfono de la esperanza que han sido durante siglos.


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