Medalla recuerdo de la Asamblea Eucarística de Salamanca celebrada en 1920 |
03 de junio de 2020
Y hallándose ya todo preparado y dispuesto con el favor divino, desde este momento declaramos solemnemente inaugurada la Asamblea a honor y suprema adoración de Nuestro Señor Jesucristo en el Augusto Sacramento de la Eucaristía. Salamanca, festividad del Santísimo Corpus Christi, a 3 de junio de 1920.
Con estas palabras del obispo de la diócesis, monseñor Julián de Diego y García Alcolea, se abría la Asamblea Eucarística de Salamanca, celebrada del 3 al 10 de junio de 1920, por lo que se cumple ahora su centenario. Fueron pronunciadas desde el púlpito catedralicio por el secretario de la junta organizadora, el sacerdote macoterano Antonio Blázquez Durán, después de que el prelado hubiera presidido la Misa de la solemnidad y se hubiese celebrado la procesión claustral con el Santísimo. Para la tarde de ese Jueves de Corpus quedaría la otra procesión eucarística por las calles de la ciudad.
La lectura del amplio reportaje dedicado al evento en la revista La Basílica Teresiana nos permite adentrarnos en lo que debió suponer para la sociedad salmantina de la época y considerar las esperanzas que pudieron depositarse en él por parte de los responsables de la pastoral diocesana del momento. La Asamblea Eucarística de Salamanca se comprende en el contexto posterior al XXIIº Congreso Eucarístico Internacional, celebrado en Madrid en 1911, cuyo himno fue el famoso Cantemos al Amor de los amores. Hasta cuatro asambleas eucarísticas interparroquiales había acogido ya la diócesis, en Alba de Tormes, Vitigudino, Peñaranda de Bracamonte y Ledesma, y tras la convocatoria capitalina se anunciaba la del arciprestazgo serrano de La Peña de Francia. Era la nuestra una iglesia local que sentía aún reciente el azote de una mortífera pandemia, la de gripe de 1918.
Además de la ordinaria procesión de Corpus Christi, en la apertura, hubo otra de clausura en su octava, el jueves 10 de junio, en la que marcaba el camino la rica cruz parroquial de Los Villares de la Reina. El cortejo no renunció a todo el boato propio de las circunstancias, si bien ya se observa, a estas alturas de la Historia, el desplazamiento de las cofradías a lugares más secundarios de la secuencia procesional. Los cultos incluyeron triduos del 4 al 6 de junio en todas las parroquias y del 7 al 9 en la Catedral, con la predicación del magistral de la catedral madrileña (hacía las veces la colegiata de San Isidro), Enrique Vázquez Camarasa, sobre el que invito a indagar. Otro enclave destacado fue la iglesia de San Esteban, sede de la comunión general de unos cuatro mil niños el sábado 5 y de una vigilia de la Adoración Nocturna del 9 al 10 de junio durante la que, por privilegio pontificio, se celebraron más de ciento veinte misas en sus numerosos altares. Ahondando en las cifras, se estiman en doce mil las personas que comulgaron en la Catedral en el pontifical del día 10, que presidió el cardenal-arzobispo de Sevilla, Enrique Almaraz, salmantino de La Vellés que ese año sería promovido a la sede primada, y en catorce mil las que, arrodilladas en la Plaza Mayor, recibieron la bendición con el Santísimo impartida desde el balcón consistorial por el obispo De Diego y cantaron el popular himno del congreso madrileño: Dios está aquí, venid adoradores, adoremos… Obviamente, tampoco faltaron una celebración en rito hispano-mozárabe y la fiesta sacramental de la Universidad de Salamanca.
Particular relevancia tuvieron los actos culturales, como el concierto sacro y la fiesta literaria en el Seminario (patio barroco de la actual Pontificia), con el académico Ricardo León como mantenedor y la dramatización del auto sacramental La oveja perdida, de Juan de Timoneda. En el aspecto benéfico, las Marías de los Sagrarios organizaron en la capilla catedralicia de Santa Catalina una exposición de ornamentos litúrgicos para las iglesias pobres de la diócesis. Por último, y quizá lo más interesante para calibrar el tono de la Asamblea, se desarrolló un ciclo de conferencias en las que se abordaron temas como el Evangelio en el orden social, la acción católica, el papel de la mujer, el mundo del trabajo y el sindicalismo cristiano, la realidad de los obreros, la educación… Entre los ponentes estuvo el obispo auxiliar de Valladolid, monseñor Pedro Segura, personaje luego (y entonces ya) tan controvertido, a punto de trasladarse a la sede de Coria. También acompañaron la asamblea salmantina los obispos de Zamora y Plasencia y el administrador apostólico de Ciudad Rodrigo.
Recordado aquello, en su centenario, sirve mirarlo como un hito, un intento y una oportunidad que pudo serlo, y lo sería, para muchas personas. Profundizarían, a la manera de su tiempo, en la vivencia espiritual y social del misterio eucarístico, presencia real y entrega sin medida de Jesús de la que la Iglesia hace memoria. La honda e inaplazable propuesta del encuentro personal con Cristo sigue siendo lo esencial. En algunas ocasiones se subraya, como en los congresos eucarísticos diocesanos que han convocado las iglesias locales (León 2005, Valladolid 2016), los de ámbito nacional (Toledo 2010 fue el último) o los internacionales (Madrid 1911, Barcelona 1952, Sevilla 1993; Budapest era la sede este verano, pero se traslada a 2021). Lo extraordinario, como los congresos e iniciativas similares (entre las que debe mencionarse el programa de actos del Corpus que el Cabildo Catedralicio viene convocando en los últimos años), ayuda cuando nos orienta hacia lo ordinario de cada domingo, que es a su vez tan excepcional y sin lo que no podemos vivir. El confinamiento y las medidas sanitarias nos han exigido y nos exigen una fidelidad especial al misterio eucarístico, a veces desde la distancia pero siempre con el anhelo de "acercarnos al altar de Dios, alegría de nuestra juventud" (cf. Salmo 43). De ese altar todo brota, porque es así como Cristo, la cabeza, por la Eucaristía da vida a su cuerpo, la Iglesia-Asamblea.
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