08 de junio de 2020
"El arte malo es trágicamente hermoso, pues documenta el fracaso humano". Esta frase la pronunciaba el personaje Tristan Réveuer en la película Stay, (antes de suicidarse, dicho sea de paso).
Trágico, hermoso, añadiría: sincero y hasta popular, pues suele empatizar con buena parte de una población que rehúye el arte académico y la perfección por inalcanzable o por inhumana. Sincero como las torpes cartas de amor de un quinto que no esconde su primigenio instinto en el florilegio literario que suele distanciarse de su quemazón casi como una traición.
No traigo la frase buscando adhesiones o repulsas, no me interesa, pero sí porque coincide con la idea de fracaso que yo siento ante ese "arte malo", un concepto que he tardado toda mi vida en consolidar o me lo han ido dibujado historiadores, artistas, poetas y que yo he ido aceptando con placer de muy buen grado. El caso es que me he ido convirtiendo en una especie de esteta y me es muy difícil salir de ahí. Esto me ha impedido las más de las veces acercarme a esas deconstrucciones fatales con un mínimo fervor: Ni a la música excesivamente disonante, repetitiva o ruidosa, la poesía cacofónica o ampulosa, la prosa sin síntesis ni sintaxis, y aunque creo que como todos alguna vez haya engullido bodrios en las peligrosas turbulencias de la moda, creo que siempre respeté el mandato sagrado del arte que es la originalidad, que es muy distinto.
Hoy después de tantos días de confinamiento por este bicho estético de las Bellas Artes y de ese otro monárquico que ha encerrado mi libertad hasta paralizarme con dosis y sobredosis de lecturas, películas y series-todas, queriendo huir de los telediarios de propaganda y ficción, (total que no la he hincado), he decidido empezar a salir de mi cueva con mucha precaución y mascarilla a ver si soy capaz de cambiar de chip e irme acercando a esa trágica hermosura del fracaso que siempre se me resistió.
Si hablamos de imágenes religiosas que tanto paseábamos, empezaré acercándome a la tallas de Vírgenes bizcas, para mí tan difíciles de rezar porque me descentran; casi siempre vestideras, un tanto populares y otro tanto pueblerinas (descarto las románicas y góticas por respeto a su edad). Si esto funciona, el rezo, digo, habré dado un paso determinante para acercarme a lo esencial.
Porque este es el punto de confesar que el sentido del arte de lo bello lleva definitivamente a su formalidad, no al qué sino al cómo, donde una manzana de Cézanne adquiere más importancia que la épica batalla de Balduino enfrentado a Saladino, ino, ino: Y no.
En nuestros sagrados titulares semanasanteros la importancia debiera residir en lo que simbolizan y no solo en la forma de su representación que hasta suena a impostada teatralidad. Que por mucha sangre no hay mal Cristo porque Cristo es bueno....Pues ni por esas, algo dentro de mí sigue diciendo: Sí… pero feo un rato.
Toda calificación moral de lo bueno y lo malo, precisamente por moralista no debiera afectar al arte, que nunca optó por ser un tratado de la verdad. Además, todas estas elucubraciones, posiblemente debidas al improductivo encierro, afectan, decididamente, a mis problemas de identidad. Me explico de otra manera: que no me ubico o no me sé ubicar. Que tiro más a Mozart que a Doyagüe, a una malagueña del Mellizo que al Bolero de Algodre, y no te digo nada con esta nueva urgencia identitaria en la Semana Santa que pudiera correr el riesgo de convertirse en una suerte de monserga que haga cambiar hasta la forma de hacer santos por aquí.
Aun sabiendo que la mejor imaginería tradicional castellana se debe a un francés, de Juni, y a un gallego, Fernández, aunque haya otro más genuino, Berruguete, que no suele procesionar, y que todo lo demás es campo.
Evidentemente la identidad corresponde al pueblo que es el que se identifica cuando quiere y no al que impone cierto diseño de identificación.
Últimamente se quiere señalar casi como enemigas las tallas foráneas generalmente andaluzas reconocibles por su forma, supongo, aunque yo prefiero identificarlas porque denotan un oficio que por aquí lleva muchos años perdido No hay imagineros y los que se hacen pasar por ellos hacen, con pocas excepciones, unos bodrios solemnes. No tenemos un Ruiz Montes, ni se le espera, aunque haya destacados escultores que se dedican a otra cosa porque la escultura es ya otra cosa.
Pero vuelvo al asunto y a mi intento.
Si traigo como encabezamiento precisamente una cabeza de Santo Cristo Injuriado, popularizado sobremanera por redes y merchandising y denostado por quienes no saben reconocer ni su inocencia ni la sinceridad en una obra tan peculiar que se adentra en el misterio ancestral de nuestros antepasados recolectores. Ni tan siquiera la mano ejecutora de Cecilia, temblorosa ante una divinidad que la sobrepasa, y que convirtió una copia anodina en un icono que si lo firma Bacon ya estaría en la Tate.
Pero aceptemos este Ecce Homo como hermosa tragedia del fracaso humano, como entendieron los Doce la Pasión y la Cruz de su Maestro, que solo iluminó su resurrección. Me acercaré a rezar ante él (y a ver qué pasa), para intentar atravesar el muro estético que tanto nos separa. Y hasta propondré que unas manos igual de diestras tallen esta imagen para que pueda desfilar en la Semana Santa, a hombros o a costal, en algún lugar de España.
Y que cada cual la ubique como representativa de la imaginería castellana, andaluza o Borgiana.
Yo la veo más de aquí.
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