La Saeta, Colección Caja Sur, y retrato de Raquel Meller, colección particular, obras de Julio Romero fechadas en 1918 y 1910 |
05 de junio de 2020
En relación con las devociones populares, Julio Romero de Torres dejó unas cuantas obras extraordinarias. Destaca, por encima de todas ellas, La saeta, con la cantaora en un lujoso reclinatorio, rodeada de tullidos, sin mirar siquiera a los pasos de Cristo y la Virgen que en procesión desfilan al fondo de la plaza. A partir de ahí comienzan los interrogantes, con múltiples respuestas que siempre nos llevarán bastante más allá del acto piadoso de cantar una saeta ante la imagen de devoción. Años después, el autor recurre al arquetipo de las devociones cordobesas, el Cristo de los Faroles, para colocarlo en la escena de La buenaventura. Ahí aparece, a una vez más, la constante de la dualidad, el conflicto permanente que sacude la vida del autor, en este caso para entremezclar la tradición religiosa con la superstición. Y en ese hibridar lo sagrado con lo profano y hasta lo erótico, estaría La Gracia, un cuadro asociado a Las dos sendas, otra vez la dualidad entre el pecado y la virtud, con el recuerdo a Tiziano en su Venus y Cupido, y El pecado, ahora de claras evocaciones velazqueñas en la Venus del espejo. En La Gracia, cuando ya el mal está hecho, las religiosas trasladan a la joven que perdió la virtud en una trasposición evidente del Cristo muerto en su traslado al sepulcro. Otra vez la obra interpela, va más allá, no es lo que aparenta.
Con el retrato de la Meller también sucede lo mismo. Esta cupletera que tanto alegró hace un siglo el pasatiempo de los españoles con El relicario y La violetera, temas inolvidables que mantuvieron después en el tiempo las grandes de copla, no era andaluza, aunque sí participó de la identificación que entonces comenzaba a producirse entre lo andaluz y lo hispano. Y se retrata, igual que hicieron otras divas del cante, como la Niña de los Peines, por el maestro cordobés. Posó tocada con la mantilla, ante la reja del balcón, esperando esa procesión que nunca va a pasar, porque no hay calle, solo el paisaje yermo y difuso que deslocaliza la composición. Hay en esta obra un contraste claro con La Saeta. En ella ha desaparecido el recato en el vestido. La cantante muestra lozana el esplendor de su juventud, con los brazos descubiertos, el escote indecoroso para aquellos días sagrados, las piernas intuidas entre los tules de la falda, y los tacones, la prenda fetiche de Romero, también en La saeta, presentes hasta en su última gran obra, la archiconocida Chiquita Piconera. Las preguntas siguen y cuestionan nuevamente, en la pintura de Romero de Torres, el trasfondo de estas prácticas tan arraigadas en lo más profundo de las creencias y devociones populares.
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