miércoles, 21 de octubre de 2020

De pestes y procesiones

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 Páco Gómez 

 

Bando de gobernador Celestino Argüelles dando por finalizada la epidemiadel cólera.
El Cristo de las Batallas fue recurso habitual en las rogativas ante las calamidades sanitarias.

21-10-2020

 

“La divina providencia ha escuchado nuestros ruegos
y se ha dignado libertarnos de la cruel enfermedad"
                    (Pedro Celestino Argëlles,
                    Gobernador de Salamanca.
                    24 de septiembre de 1855)

 

Bien dice la sabiduría popular que hay un tiempo para cada cosa y, seguramente, podríamos añadir una solución para cada momento histórico. Imposible juzgar con los ojos y los conocimientos de hoy los hechos de quienes vinieron antes y, en la mayoría de los casos, hicieron lo que pudieron con las pocas herramientas y saberes de los que disponían.

En mitad de la segunda ola de la peor pandemia que esta generación ha vivido, puede ser interesante, sin embargo, echar la vista atrás y recordar cómo ante otros momentos de zozobra y mortalidad similar actuaron quienes nos procedieron. Y puede resultar interesante porque no será seguramente un gran descubrimiento describir que justo lo que a ellos pareció más oportuno, salir en procesión con determinadas devociones e imágenes, es una de las cosas que hoy el mundo cofrade ya tiene dolorosamente claro que no se debe hacer.

Desde los mismos orígenes del humanismo europeo, Giovanni Boccaccio nos muestra en su jornada primera del Decamerón una descripción de la peste de 1348 en Florencia que nos parece un calco casi exacto de lo que vivimos hoy: “y no valiendo contra ella ningún saber ni providencia humana, como la limpieza de la ciudad de muchas inmundicias ordenada por los encargados de ello y la prohibición de entrar en ella a todos los enfermos y los muchos consejos dados para conservar la salubridad”. Añade el florentino que había fallado todo: “ni valiendo tampoco las humildes súplicas dirigidas a Dios por las personas devotas no una vez sino muchas ordenadas en procesiones o de otras maneras”.

Hasta ahí llegaba el sumun del arsenal disponible contra las epidemias durante siglos. La procesión como máxima expresión de la preocupación de un pueblo cuando ya no sabía qué más hacer para librarse de un mal de dimensiones mucho mayores de lo acostumbrado, que ya es decir bastante, en aquellos tiempos difíciles.

Procesiones se hacían a lo largo y ancho del mundo cristiano en tiempos de tribulación y Salamanca no era una excepción. Ello nos lleva a meternos de lleno en el germen de una de nuestras cofradías perdidas, la del Santísimo Cristo de las Batallas, Nuestro Padre Jesús del Consuelo y María Santísima del Gran Dolor, que procesionó el Miércoles Santo entre 1945 y 1972.

Como imagen devocional que fue durante la mayor parte de su presencia en la ciudad, el Cristo de las Batallas era recurso habitual de procesiones por calamidades climáticas y sanitarias. Incluso ese Cristo “ceñudo, oscuro, inexpresivo, rígido” que definió Unamuno estuvo en la ‘agenda’ Real en más de una ocasión y célebre es, por ejemplo, que en 1630 salió en procesión general a instancias de Felipe IV para frenar la peste que asolaba los dominios hispánicos en Italia.

Hoy ya sabemos que el Cristo, que al final ni era oscuro, ni mucho menos ceñudo, sino de una elegante majestad, duerme un sueño devocional en su capilla catedralicia a muy pocos metros del argénteo sepulcro de san Juan de Sahagún.

Resulta, por cierto, que el patrón de la ciudad también tiene entre su inmensa nómina de milagrosas atribuciones el hecho de haber conseguido, a fuerza de su rezos, mantener libre a los salmantinos de las pestes del siglo XV. Curiosamente, la figura de este agustino (mucho más universal de lo que a menudo pensamos) fue llevada a América, donde incluso dio nombre en Bolivia a una villa en el valle de los Mojos, fundada en 1616 y que mantuvo este nombre hasta el siglo XIX. Pues bien, en este lugar instituido con la ayuda de aborígenes por el agustino Pedro de Laegui (“volvió Laegui a entrar en la dicha provincia de los Chunchos por diferente camino que la vez pasada, que, según me dice, es el verdadero y por donde entró el inca Urcuhuaranca, según la noticia que ha tenido de los indios de paz; en la cual pobló una villa nombrada San Juan de Sahagún”, escribe el explorador Juan Recio) se desató el tifus en 1623 y san Juan de Sahagún fue sacado en procesión para frenarlo. También se recurriría a nuestro patrón por entonces en otra peste desatada cerca, en la aquel tiempo llamada Oropesa (hoy Cochabamba).

Cabría destacar a este respecto que aunque en Salamanca no ha sido el caso históricamente, san Juan de Sahagún sí sale hoy en procesión como imagen secundaria en la rica canasta de Nuestro Padre Jesús Despojado de sus vestiduras cada Domingo de Ramos, donde seguro va recogiendo las intenciones de los devotos.

Y en un repaso a la relación entre epidemias y procesiones no podemos dejar nunca de lado a Jesús Rescatado, justo a las puertas de la festividad del Santísimo Redentor. Esta imagen trinitaria, llegada a la ciudad en algún momento del siglo XVII o XVIII, tiene un hueco en la historia salmantina porque comenzó a recibir un intenso culto ante las pestes sucesivas del siglo XIX. Ocurrió así con aquella de cólera que el 24 de septiembre de 1855 da por finalizada el gobernador Celestino Argüelles, subrayando a la población que todos los desvelos en la lucha contra la epidemia “hubieran servido de poco sin el favor especial del Altísimo”.

Vestigios que quedan atrás y que nunca deben juzgarse desde los ojos de hoy. Eso sí, asumiendo que los tiempos de relación entre las procesiones y las epidemias quedan ya muy lejos y que ahora el papel de todos es esperar a que esto pase para poder volver a salir a la calle a vivir intensamente los viejos ritos.



 

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