28-10-2020
El tema de la inmatriculación de bienes inmuebles por parte de la Iglesia católica viene siendo un tema recurrente, sobre el que no siempre se tienen unos criterios con base jurídica suficiente como para comprender el tema con profundidad.
Sirva esta pequeña aportación para iluminar algunos puntos de esta cuestión, algo a los que los cofrades no podemos ser ajenos en bien de nuestra formación, pues la participación en la Iglesia también exige unos mínimos de conocimiento y rigor en estas cuestiones que a veces, solo se presentan desde ámbitos que no clarifican ni exponen con rigor la situación.
Inmatriculación es un vocablo reciente en el vocabulario legal hipotecario español. Este término apareció en el art. 347 de la Ley de Reforma de la Ley Hipotecaria, de 30 de diciembre de 1944.
Hasta bien avanzado el s. XIX la Iglesia no tenía títulos de dominio, pues hasta aquellos tiempos no estaba previsto. Muchas propiedades provenían de la posesión desde tiempo inmemorial o de donaciones hechas en testamento por los fieles, igualmente sin título.
Pero, además, estaba el problema de que, por las Leyes de Desamortización (a partir de 1835), hubo propiedades que debían ser transmitidas, por lo que sus beneficiarios ‒muchos particulares‒ tampoco tenían cómo inscribirlas. La solución fue permitir a la Iglesia la inmatriculación de fincas, que no adquisición de dominio, pues ya era poseedora de la finca. Esa inscripción se llevó a cabo con la certificación del obispo diocesano.
Es importante saber algo que es aplicable siempre: que no es cierto que por la inmatriculación de una finca se adquiera la finca. Para adquirir un bien (en este caso una finca) debe existir un contrato, llevar a cabo la entrega de la cosa y en su caso hacer el pago del precio. La consecuencia es que cuando se inmatricula un bien, el dominio de dicho bien ya se ha adquirido previamente.
Volviendo a la historia, por la Ley hipotecaria de 1946 y por el Reglamento hipotecario de 1947 se permite inmatricular fincas a cualquier persona, siempre que acrediten fehacientemente haberlas adquirido con anterioridad.
El ciudadano necesitaba un acta de notoriedad (manifestaciones de testigos) y la Iglesia una certificación administrativa (manifestación del ecónomo o cargo responsable del ente). Por supuesto, en esta certificación, la Iglesia debía manifestar cómo había adquirido el bien, y, tratándose de bienes de los que era poseedora desde tiempo inmemorial, el título alegado era la usucapión, acreditando la tenencia del bien por el tiempo que establezca la ley.
Pero había una salvedad importante: la redacción originaria del art. 5 del actual Reglamento Hipotecario (de 1947), exceptuaba de inscripción en el Registro de la Propiedad los templos destinados al culto católico. Se entendía que los «templos de culto» no debían ser parte del comercio entre los hombres. En cuanto a la cuestión de su propiedad, se consideraba que eran bienes sobre los que la publicidad registral de su dominio era innecesaria, pues era notorio que, desde tiempo inmemorial, venían disfrutando de la pacífica posesión de los mismos.
Esta situación duró hasta 1998, cuando se derogó esta prohibición de inscripción por inconstitucional, pues no permitía inscribir templos a la Iglesia católica, pero sí a otras confesiones, lo que era una clara afrenta a los principios constitucionales de igualdad ante la ley.
La Iglesia católica ha podido así, en igualdad de condiciones, llevar a cabo inscripciones que antes no podía. A partir de 2015 ‒fecha en la que se modificó la norma de 1998‒ para practicar inmatriculaciones a favor de la Iglesia católica, deberá acudirse a los medios inmatriculadores ordinarios.
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