26-10-2020
Hasta donde el recuerdo y la consciencia me permiten llegar, la Semana Santa de mi infancia, en un pueblo minero de la montaña palentina, se fundía en una gama de sensaciones cromáticas, sonoras y espirituales que marcaban, sin duda, unos días de singular intensidad. El color de las procesiones, con matices de invierno agonizante; el sonido ceremonioso y trágico de la música de la banda municipal; las estampas de los pasos procesionales, con sus imágenes de mirada penetrante frente a mis ojos infantiles; también el silencio solemne y forzado en ocasiones... Al margen de la desconexión que suponía el corto período vacacional, la Semana Santa se asociaba con tradiciones y costumbres, no todas relacionadas con el fervor religioso, que dejaban un sello distintivo.
Podría citar costumbres, cuyo origen desconozco, que resultan cuando menos curiosas, como la de “matar judíos”, que, por supuesto nada tiene que ver con el sentido literal de la expresión, sino con el hecho más prosaico de tomarse una sangría o un vino en figurado acto de desagravio por el cruel castigo que Cristo hubo de padecer. Incluso llegó a acuñarse la sentencia de “quien no haya llevado un santo ni haya matado un judío, que no presuma en la calle de haber en Guardo nacido”. Pero en mi mente infantil impactaban mucho más las relacionadas con ese peculiar tiempo litúrgico, y particularmente una que, aunque no comprendía, me resultaba enormemente atractiva. Se trataba de la subasta de los pasos procesionales, que se adjudicaban a quienes ofrecían una mayor suma de dinero. La gestionaba siempre don Mamerto (sonoro nombre), avezado como nadie en estas lides. Mi padre, que no era asiduo a la misa de cada domingo, no dejaba ningún año de llevarme a la procesión y pujaba porque yo pudiese portar alguno de los pasos “menores” (los clavos, las espinas de la corona...). Para ambos aquellas subastan acabarían siendo momentos inolvidables.
En la década de los noventa, en una de las contadas ocasiones en que pude acudir a la celebración de la Semana Santa en mi pueblo, comprobé decepcionado que la tradicional subasta de los pasos ya no se practicaba. Es más, me ofrecí voluntario para portar una de las imágenes ante la inminencia de que no pudiera salir en la procesión por no haber quién la llevara.
He sabido después que la práctica de la subasta fue iniciada por un sacerdote de la parroquia en 1915, que estuvo motivada por las riñas entre los mozos, que llegaron a pelearse por llevar los pasos. He averiguado asimismo que durante cuarenta y cinco años don Mamerto no dejó de realizar la subasta cada año. En ocasiones se pagaron cantidades considerables (2000 de las antiguas pesetas en 1949 era mucho dinero ciertamente). No faltaron los “piques” y las pasiones desbordadas por determinadas imágenes (la Soledad, el Sepulcro). Finalmente, del mismo modo que un buen día un sacerdote decidió iniciar la práctica, otro, en 1988, decidió eliminarla. Y don Mamerto, y el pueblo, tuvieron que aceptar resignados la decisión. Yo también.
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