De siempre el arte ha tenido una parte intuitiva y una parte teórica que hacen del mismo una disciplina práctica difícil de educar (no imposible). Los griegos así lo vieron desde los albores del inicio de la Filosofía como pilar fundamental del pensamiento occidental. En el arte (más bien, la estética) hemos ido dando tumbos, desde la proporcionalidad absoluta hasta el feísmo, pasando por diversas corrientes donde se entremezclan lo subjetivo y lo objetivo, si es que puede darse una objetividad plena.
Dicen que el toro es un arte. O incluso una racionalidad irracional o una irracional racionalidad. Yo me inclino a pensar más que, aun incluyendo todo eso, es un rito. Todo rito, como decía en mi artículo anterior, consta de una estructura donde nada se debiera dejar al azar, pero la interpretación del rito varía significativamente según el o los celebrantes. Sigo pensando que la materia más extraña en Teología es la Liturgia.
De este modo, desde la antigüedad se mezclaron los filósofos físicos o incluso los metafísicos como Heráclito y Parménides con el mito del Laberinto del Minotauro cretense, haciendo de los griegos el pueblo que más legó a occidente sin pedir rescate alguno.
Ahora que estamos a final de año, este mes de noviembre ha tomado una especial significación, pues con casi cien mil muertos provocados directa o indirectamente por la pandemia (y su nefasta gestión), la celebración del arte de morir ha sido muy sentida, pero, por mor de las circunstancias, poco o escasamente celebrada.
Yo soy de los que piensa que el Ars Moriendi, el arte de morir, ha de celebrarse en la vida diaria con la asunción responsable de nuestras limitaciones. Es decir, que como granos de cereal que somos, estamos sometidos al Ars Moliendi, a la molienda (jodienda) diaria.
De hace un tiempo a esta parte, las sayas y capas de las imágenes de noviembre se tocan de azabache esperanza. Pero aún, habiendo celebraciones de difuntos, pocas son las cofradías y hermandades que se han tomado en serio el tema.
En los toros, por más que intentes explicar y racionalizar un rito, pues libros y enciclopedias han tratado de describir, estudiar y explicar lo que acaece en un albero a eso de las cinco de la tarde (hora arriba, hora abajo), no hay nada como sentirlo externa e internamente.
Las cofradías surgieron para exteriorizar lo vivido en el interior de los templos. Y sí, hubo continuidad, pero también ruptura. No es extraño que numerosos prelados de las épocas pretéritas y actuales mantuvieran y mantengan suspicacias sobre el modo de proceder de las cofradías.
Por ello no entiendo en el mundo del toro, el hecho de tener que justificarnos continuamente ante los ataques sufridos por parte de los sucesivos gobiernos «progresistas». El toro camina hacia una minoría francófona (quién lo iba a decir) en la que primará el aficionado que sienta y tenga una buena base de conocimientos y no el número de festejos. Por eso seguirá siendo la fiesta más culta donde la muerte es de verdad. Nuestros padres o abuelos (cuando estaban cerca) iban a Perpiñán a ver películas de adultos (pornografía adulterada de romanticismo). Es curioso que en esa villa de la Catalunya Nord francesa y en sus alrededores, se hayan dado este aciago año, toros y procesiones.
No entiendo tampoco que haya sectores del toro (fundamentalmente los ganaderos y toreros) que han despreciado al aficionado de a pie, pero se han esforzado por explicar el rito, no sólo a los profanos al mismo, sino a los «quemaiglesias» o «quematendidos». Todavía recuerdo cómo, cuando nos hemos querido acercar a esos lugares, hemos sido despedidos con cajas destempladas sin más miramiento alguno.
Pues sí, eso es aplicable, en paralelo, a la vida de cofradías y hermandades. Algunas han entrado en las parroquias y templos como una quitanieves en la subida a la Peña de Francia. Además, a pesar de mostrar una supuesta integración en la vida parroquial, siempre han ido en paralelo, pues se han dedicado a expulsar a aquellos que no comulgaban con el costal, lo hispalense, lo lúdico dionisiaco o lo orgiástico nitzscheano. Y poco a poco, se quedaban como amos de la dehesa y únicos sementales que podían crear y agotar cofradías, hermandades, peñas de morcilla y zapatilla a su antojo. Y lo peor de todo, con aquiescencia de mayorales y muy especialmente de los presidentes o jueces de plaza, quienes siempre han sido ajenos al mundo del aficionado, para mostrar su habitual y sempiterna prepotencia, con adusta sonrisa o desencartado pañuelo. Así mitrados, vicarios, presbíteros… han pasado de negar la presencia de cofradías entre los muros sagrados a permitirles todo y de todo tipo. Es como si para favorecer la Fiesta se hubiera fomentado el afeitado en las testas de los bóvidos (¿en serio?).
Y, ahora, ¿qué? Pues que tenemos un exceso de cofradías clonadas (con una diferencia con los lemas comerciales, pues aquí se ha potenciado el «lleve dos y pague tres»), que poco o nada resistirán esta crisis. Y si algún preste veía en las cofradías trianeras la manera de salvar las maltrechas cuentas de su cerrado, que vaya haciendo cuentas de cuántos dineros le ha supuesto la acogida de dichas hermandades. Porque el dinero se mueve en ensayos, orgías gastronómicas y alcohólicas (algunas en la Casa de la Iglesia), ropajes, orfebrerías y brocados. Casi nunca ese dinero ha llegado a los cepillos de alma y caridad.
Lo dicho, el ars moliendi es a lo que aspiramos conociendo nuestros límites. En el toro y en la cofradía. En el albero y en el dintel de cualquier puerta que ansiamos abrir. Deberemos ir pensando en arreglar las jambas de nuestras cabezas y corazones si no queremos terminar con una lobotomía episcopal o política que nos provoque un auténtico, genuino y sentido ars moriendi. Más que clarines y timbales, suenan muñidores que cerraran chiqueros y capillas. Pero serán capaces de abrir cortejos de autenticidad como las encinas en las dehesas.
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