Vamos ya para nueve meses en que este embarazo vírico nos tiene bloqueados, convulsos, aislados y preocupados. Tanto como para que, por primera vez en la historia, esta asociación de contertulios cofrades haya recurrido a métodos virtuales con los que realizar su principal actividad. ¿Qué decir? Tras la alegre curiosidad inicial tiznada de sorpresa al vernos en las pantallas, tras mucho tiempo en algunos casos, queda una rara sensación de frío distante por no poder compartir. Porque compartir es seguramente, aunque no conste explícitamente en estatuto, el lazo que más nos ata. Sin compartir aromas de café recién hecho, sin calor humano y sin compartir invitados que van acumulándose en las notas de una agenda que ya mira al futuro, las tertulias pierden su sentido y quedan en anécdota.
Pero no vengo a hablar de tertulias, ni de virus –al menos como protagonista– sino de cofradías, de todas las cofradías, y del desconocimiento que creo es generalizado, acerca de sus actividades en este periodo pandémico.
Que la cuaresma fue casi más inexistente que corta y que la Semana Santa procesional quedó intramuros por primera vez en muchísimo tiempo es algo por todos sabido. Que las cofradías y hermandades salmantinas vieron truncadas sus ilusiones, junto a las de músicos, floristas, vestidores,… incluso las del barquillero (…que no sé yo), ya está asumido. E incluso prevista –dada por seguro–, para que a nadie pille por sorpresa, la suspensión de actividades en el curso cofrade que ahora está aún iniciándose. Pero, salvo cambios en juntas directivas o alguna que otra actividad de enjundia, poco se ha sabido de la intrahistoria, del día a día que han tenido que mantener nuestras hermandades a pesar de dificultades, restricciones y confinamientos. Actividades anónimas que, con certeza, han seguido conformando el cuerpo principal de la vida de hermandad: Mantenimiento de cultos (en lo posible) y de patrimonio, organización interna y caridad. Porque seguro que la caridad ha sido uno de los ejes que han vertebrado este tiempo extraño en cada una de nuestras cofradías. Una caridad de dos vertientes. Una cara, la de siempre, la que mira a la calle y reúne kilos de comida, hatos de ropa y algo de dinero para aportar como un grano de arena a esas asociaciones que dedican su razón de ser a la atención de los más necesitados. Otra cara, quizá más rara –por novedosa– y avergonzada, con la que mirarse y ver las “propias” necesidades, las de esos cofrades que se han visto, de la noche a la mañana, en la calle, desamparados y sin más opción que la de recurrir a quienes pueden echar una mano, a los que se acude con esperanza y confianza: la cofradía. No se han visto «colas del hambre» a las puertas de nuestras cofradías, pero eso no quiere decir que no se haya atendido a las necesidades de hermanos que han llamado a la puerta con las manos vacías y un ruego silencioso en la cara o a esos otros que por pudor no muestran su necesidad y la asumen discretamente, pero de los que sabe la cofradía y les brinda su ayuda sin preguntas ni miradas impertinentes. Seguro que todas, y más de una vez, han echado mano de su bolsa de caridad, han movilizado a sus gentes y han sacado solidaridad de donde apenas puede salir buena voluntad. Han priorizado hermandad sobre patrimonio y han perdonado cuotas al tiempo que han asistido a quienes nunca dejarán de ser anónimos. Hermanos anónimos. Y, aunque dicen los sagrados textos que no deberán enterarse unas manos de lo que hacen las otras, creo que hay veces en que las cosas que deben hacerse públicas. Con tacto, sin ostentación vulgar, sin sacar pecho descamisado, pero dejando ver a quienes tienen la crítica fácil, que en nuestras casas también estamos para sacar las castañas del fuego de la adversidad a los que ven truncadas sus vidas y no solo para lucir pasos y procesiones en una semana esplendorosa.
Que la caridad es parte indisoluble de nuestra Semana Santa y así se debe ver, más allá de unas líneas protocolarias casi sin sentido en nuestras reglas o constituciones.
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