En plena pandemia, como ahora mismo nos encontramos, a nadie se le escapa que la caridad y la solidaridad serán un elemento vertebrador y necesario para asegurar la justicia y la paz en nuestro entorno social.
Cada día vemos, desde los medios de comunicación, como las colas del hambre se alargan y crecen cada día. Cómo, cada jornada que pasa, se observa de un modo más claro el cambio del perfil de los usuarios que acuden. Ahora no es extraño observar, entre quien pide para comer, a jóvenes que perdieron su trabajo y, con ello, el medio para subsistir e inclusive mantener a su propia familia.
Si en otras crisis la red familiar, directa o amplia, suponía un verdadero arnés de seguridad, este hoy ya no es suficiente. Porque ese soporte familiar puede estar disfrutando de un ERTE sin cobrar, puede estar debatiéndose entre la vida y la muerte en la cama de algún hospital mientras los suyos pasan la congoja en la cama de su casa o, directamente, puede haber sido alguno de esos fallecidos que las autoridades tratan como meros números despersonalizados que nos indican la situación epidemiológica de una curva que, dibujada, solo es un gráfico, pero que esconde tras sí miles de tragedias personales y familiares que lloran en soledad un acontecimiento como el que vivimos.
Porque, como podemos ver, la crisis no es una crisis económica. No es una circunstancia coyuntural que se revierta con unos cuantos «ajustes técnicos». La crisis que sufrimos, coetánea de una pandemia mundial, supone una crisis estructural personal que sacude los cimientos de las construcciones sociales y personales. El drama no es, hoy, solo el hambre. El drama se esconde en los ojos de una familia que no puede compartir su luto. El drama se esconde tras la trapa de un negocio que se ve obligado a cerrar. El drama se esconde en un anciano que pasa en soledad sus últimos instantes en esas residencias que otrora los políticos se pegaban por inaugurar y hoy son armas arrojadizas entre unos partidos y otros, porque nadie quiere saber nada de ellas.
En esta circunstancia, se hace más necesario que nunca que la presencia del cristiano ‒y, con ella, la presencia del cofrade‒ sea signo visible de la Iglesia en medio de la sociedad. Porque no podemos ser ajenos, ni de hecho lo somos, a todo lo que nos rodea.
Sin embargo, no podemos constreñirnos única y exclusivamente a las ya habituales recogidas de alimentos o dinero ‒siempre necesarias, por supuesto‒. Es necesario que hoy cada cofradía entre en contacto con su parroquia de referencia, buscando las necesidades que acucian y proponiendo las soluciones que en sus manos estén. Es necesario que desde cada Junta se haga llegar a sus hermanos cuáles son las precariedades por las que pasan sus vecinos y cómo colaborar en ellas. Y no, no me refiero únicamente a las económicas.
Porque esta pandemia deja a la vista que muchos son los vecinos a los que les ataca la soledad, por ejemplo. Padres que han visto a sus hijos colocados fuera de su ciudad y que ahora no pueden venir a visitarlos. Ancianos que viven solos y ya no pueden reunirse con sus amigos. Abuelos que ya no pueden ver a sus nietos porque la brecha digital se lo impide.
Muchos me dirán que hemos de mantener distancia. Que no podemos acercarnos tanto como antes. Que ya no se pueden visitar residencias o personas de riesgo. Efectivamente. Pero el afecto no se puede demostrar únicamente desde el contacto físico, hay otros medios: una carta, un dibujo, una sonrisa o una mano que ayuda a contactar con los suyos. Hay tantas formas de mostrar cercanía, que el contacto se pierde entre ellas. Ahora que la distancia es la regla en lo físico, dejemos que aflore nuestra cercanía espiritual con el prójimo.
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