Todos los espectáculos públicos tienen su propia liturgia. Aunque hay espectáculos cuya liturgia supera al propio espectáculo convirtiéndolo en rito. Destaco dos (según mi parecer, perfectamente subjetivo) que están por encima de todos: la ópera y los toros. En la ópera, existe un profundo sentimiento de unión en torno a un mismo sentir donde se estratifican las clases sociales con sus virtudes y miserias, y se unen por el supremo bien de la música, el canto y el teatro, donde ahí sí que el bien es superior a cualquier individualidad. En los toros, animal, espectadores (respetable, único vocablo usado así en espectáculos), autoridad(es), cuadrillas, matadores, músicos… unen sus destinos al de la muerte ritualizada.
Sin embargo,
sucede que, dentro de esas grandes liturgias, hay otras. Las hay no
institucionalizadas (por mucho que se den y muy extendidas que estén, no hay
obligación de realizarlas), como por ejemplo el bocadillo en los toros. Las hay
que sí están institucionalizadas, y cuando se llevan a cabo (curiosamente
pueden ser bastante esporádicas), hay que proceder según unos pasos pautados.
Entre estas destaco la ceremonia de la alternativa o, como vulgarmente se dice «tomar
la alternativa». En ella, padrino y toricantano
intercambian los trastos de torear de una manera altamente austera y emotiva
para habilitar al novel matador a enfrentarse a cornúpetas cinqueños. Es una
ceremonia escrupulosamente pautada, presidida por la austeridad, seriedad y sencillez.
Sería una paraliturgia, una liturgia paralela a la propia celebración taurina.
En
estos tiempos de «puto bicho», se han sucedido como nunca los pensamientos
sobre posibles alternativas a la Semana Santa y todo lo que pulula alrededor de
nuestro mundo. No quisiera estar yo en la piel de los responsables de juntas de
cofradías, hermandades y demás. Pero en estas líneas no tengo la intención de
tomar el olivo, sino de irme a porta gayola.
Entre
las liturgias que poco a poco fueron surgiendo alrededor de la celebración
cofrade de la Semana Santa (formada, casi exclusivamente por procesiones y
triduos), se fueron ampliando a quinarios, besamanos, besapiés, y cómo no,
civilmente, los pregones, que nacieron cuando presentadores de los manidos
conciertos de música de Semana Santa en cuaresma alardearon tanto de su prosa
que, poco a poco, fueron arrinconando partituras e instrumentos.
Ya
sabemos (y me sé) la retahíla de lo que celebramos en Semana Santa, la pasión,
muerte y resurrección de nuestro Salvador Jesucristo. A pesar de la enorme
repetición por parte de algunos, especialmente entre aquellos de mitra de
palacio o alzacuellos de despacho, o civiles trajes y abrigos de negro paño con
cromáticas corbatas, en los últimos tiempos para justificar eso tan manido de
que, aunque no haya procesiones, seguirá habiendo Semana Santa, no lo escuché
con tanta bocina cuando solo importaba lo de «Declarada de Interés Turístico
Planetario –Universal– Galáctico». Curioso también que las Juntas a la hora de
tomar decisiones (duras, y ya conocidas y experimentadas) se reúnan con los
responsables turísticos, antes que eclesiásticos y cofrades. Hemos cedido
terrenos que nos correspondían por derecho, como al bóvido en la plaza, y va a
ser muy difícil recuperar la cal de la raya de los dos tercios.
Por
ello, considero que las liturgias laicas ligadas a la celebración cofrade de la
Semana Santa, difieren sustancialmente, por aquello de ser mayoritariamente
civiles, de las religiosas y, por lo tanto, sin procesiones (sí, sin
procesiones) carecen de sentido. Pero, hete aquí, que sin ser «podemoides»
aunque pareciéndolo, estamos escuchando hasta la saciedad eso de «una Semana
Santa alternativa».
¿Qué
sentido tiene dar una alternativa sin corrida de toros? ¿Qué sentido tiene
escuchar pasodobles con tendidos en silencio? Puede que el de sentir el placer
de escuchar música que nos gusta, pero no solo, pues es alimento integral de
todos los sentidos por mor de un contexto que aporta dicha holicidad. La música
cofrade nos lleva a la procesión, el quemar incienso en un rincón de nuestra casa
nos entona a noches de ruan. Son pequeñas paraliturgias que evocan la gran
paraliturgia de la Semana Santa cofrade: el pregón. El pregón o pregones (toda
cofradía que se precie tiene su pregón ahora mismo), es la gran paraliturgia
donde se juntan cofrades, creyentes, ateos, clérigos, políticos,
instituciones…. para ser puerta de lo que en breves semanas o días vendrá como
tromba atemporal en las calles. Por ello, dentro de la Semana Santa cabrán
ceremonias, eucaristías, oficios…, pero sin procesiones no tendrá sentido realizar
actos como pregones, conciertos, triduos, quinarios, besamanos…
¿Y qué
propone usted, don Álex? como me decía un excelente (y buen taurino)
catedrático de Pedagogía, don Antonio García Madrid. Pues bien, el silencio. El
silencio en los toros no es signo de algo necesariamente malo, sino de apatía.
No propongo lanzar almohadillas, aunque con casi cien mil muertos, podríamos
lanzarlas a los de arriba (con coleta, corbata o pañuelo). El silencio tras la
muerte de un toro es señal de apatía, pero también de respeto a una faena que
no ha llegado al alma del tendido, pero que ha mostrado ciertas dosis de
voluntarismo. Trasciende a la división de opiniones y supone un afecto
invisible por el matador.
De este
modo, y atendiendo a las actuales circunstancias, abogo por el grito del
silencio. Por abolir pregones y actos. Por suprimir paraliturgias, salvo
aquellas que queramos hacer en nuestras casas.
Siento
lástima por posibles toricantanos,
pero ejercer de pregonero en una Semana Santa sin procesiones debe ser una
experiencia surrealista. Para beatos y come rosarios, la primera Semana Santa
de la historia no tuvo más pregonero que un tal Judas Iscariote.
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