Una
de las cosas más sencillas de la vida ‒se decía‒ era desorientarse, desatender
las referencias en el camino y perderse. Es imposible, sin embargo,
desorientarse si no hay un Oriente (o Norte) para interpretar el mapa del
camino de la vida, ni perderse cuando no hay una meta a la que llegar, ni, por
supuesto, se puede caer en el extravío como causa de la rebelión (o desobediencia)
a las referencias o indicaciones de tránsito, cuando estas son vividas como un
corsé intolerable a las libertades individuales. Pues todo es y debe ser un
vagar libre, sin rumbo, donde el corazón se explaye en sana espontaneidad,
donde la autonomía del yo se emancipe de cualquier herencia social y hasta del determinismo
biológico. Hay que vivir la vida en su natural confusión y sereno desconcierto.
Caminante no hay camino, se hace camino al andar. El único camino
legítimo es el de seguir el impulso del corazón liberado de cualquier guía,
indicación o referencia como pudieran ser la autoridad, la Tradición, el dogma,
la educación, las normas, la fe. No hay camino, solo pies; no hay Verdad, solo
opinión; no hay amor, sino sentimientos; no hay belleza, sino emoción... No hay
Dios, hay un Algo; no hay fe, solo creencias...
En
esta ósmosis estamos y respiramos y sus ecos llegan hasta el tornavoz de los
púlpitos en diferente grado. ¿Quién soy yo para juzgar a nadie? Mándame
buenas «vibras» que yo rezaré por ti. Intentos sanos, sin duda, de intentar
«bautizar» la sensibilidad actual imperante en un conato de armonizar un pretendido
«Evangelio puro» («depurado» de la Tradición) con lo «salvable» y «loable» del
credo secular, tolerante, democrático y progresista. O nos ponemos en
consonancia con los tiempos o los tiempos nos dejarán de lado, se dice. En fin,
en esto y en su resolución, un servidor se remite a las sabias palabras del P.
Astete: Eso no me lo pregunte a mí que soy ignorante. Doctores tiene la Santa
Madre Iglesia que os sabrán responder.
Pues
bien, en medio de esta vorágine general, se anda, por el contrario, intentando
buscar el Norte, o no perderlo, bajo la tutela de la autoridad (o Magisterio), en
las populares asociaciones de fieles católicos, más conocidas por su
denominación de cofradías y hermandades de Semana Santa. El objetivo es claro y
tradicional, como es el garantizar el orden doctrinal y la rectitud moral
canónica, exigida esta, al menos, en sus cabezas más visibles de tales
instituciones. Los medios propuestos para conseguir esto son: comunión con la
jerarquía, observancia cultual, adoctrinamiento (formación) de sus miembros y
práctica de las obras de misericordia.
La
cuestión es, o puede ser, que las hermandades o cofradías de la Castilla
tradicional, la Vieja y la Nueva, tanto las vetustas como las tantas muchas refundadas
o fundadas en la posguerra, andan o andamos en un campo movedizo. ¿Por qué?
Porque se fundaron como parte de la societas christiana, enraizadas en
la sociedad tradicional sacralizada y confesional como un plus en la
espiritualidad común, o como un servicio religioso para el resto de la sociedad
católica. Estas instituciones no tenían su motor y arraigo fundamental, por
tanto ‒como posiblemente en otras zonas o épocas‒ en el «asociacionismo», antes
natural y hoy como fenómeno sustitutivo de la sociedad orgánica. Por tanto, la
vida de estas cofradías era lejana a la vida de club o de peña. No se
sentía la necesidad de grandes aportes (cuotas); ni de tener casa social (casa
de hermandad), con lo que ello implica; ni cuidar en exceso la
representatividad ni los signos externos; ni multiplicar cultos, pues se presuponía,
como a los soldados la valentía, a los cofrades la práctica religiosa; ni la de
organizar ciclos de formación, pues se partía de una catequesis común bien
hecha y así el resto de las cosas. Pero con el imperio del credo secularista (o
de la religión liberal) que ha demolido la sociedad tradicional, y con ella la
espiritualidad común católica, todo ha cambiado. Las hermandades y cofradías
hoy son campo de misión en sí mismas y tienen gran parte de su fuerza
constitutiva en una sed indeterminada religiosa y en la necesidad de constituir
un grupo de referencia social en una sociedad marcadamente individualista.
El
desafío, por tanto, es grande. Pues las dos fuerzas motrices hoy, la sed
religiosa, que en sí no tiene dogmas ni código moral, y el asociacionismo chato
son en sí mismas fácilmente devorables por el secularismo con estética
religiosa y, por lo tanto, extremadamente frágiles para constituir grupos con
vigor social. Sin estas dos fuerzas, sin embargo, las cofradías ancladas en el
antiguo orden van desapareciendo, no porque no valiera su modelo, sino porque
ha cambiado el mundo que las sustentaba, el humus en el que estaban
enraizadas y en las que eran un producto natural.
El desafío de la deseable búsqueda del Norte del mundo cofrade se encuentra en una encrucijada. Pues sus dos fuerzas motrices ‒sed religiosa y necesidad asociativa‒ se ven arrastradas por distintos vientos: el huracanado del proceso social (avanzado) de disolución de la raíz y vivencia cristiana de la sociedad; el racheado de la confusión doctrinal que se percibe y desprende del «desesperado diálogo» con la sensibilidad del mundo; junto, por otra parte, con la brisa impetuosa del intento disciplinante (y misionero) de la jerarquía eclesiástica en su santo afán de ser hito de amarre de este molino. Y esto sí que es un camino por andar.
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