Lo que he sabido es que año de 1582, a 4 de octubre, día
del seráfico padre san Francisco, fundador de su Religión, y día en que saltó
el año diez días corrigiéndolo nuestro muy santo padre Gregorio XIII…
(Relato de Jerónimo
Gracián de la Madre de
Dios de la muerte de santa
Teresa de Jesús)
Desde
pequeño y por muchos motivos familiares y culturales, la figura de santa Teresa
de Jesús, algo que no es ninguna sorpresa para quienes me conocen bien, ha
ejercido sobre mí una verdadera fascinación. Quizá uno de los hechos que desde
el principio más chocante me resultó fue que siendo su fiesta el 15 de octubre,
la santa hubiera muerto en Alba de Tormes el 4 de octubre de 1582.
No
eran tiempos en los que todos llevamos una pequeña computadora en nuestro
bolsillo con todo un torrente de información disponible al segundo casi para
cualquier duda. Entonces había que investigar un poco más, en general, aunque a
mí no me costó mucho dar con la explicación: su tránsito había coincidido con
la aplicación de la llamada reforma gregoriana del calendario.
Aunque
toda medición de tiempo es siempre subjetiva desde la perspectiva de cada era
(y cabría suponer que relativa, ya que costaría exactamente definir qué es eso
tan liquido que llamamos tiempo), fueron diez días que se borraron de un
plumazo y que marcan una anécdota más en una existencia llena de hitos y
prodigios.
Y
es que hay días en una vida para hacer cualquier cosa, hasta para morir, pero
que te toque justo el día que cambia el calendario no deja de ser…. Mucha
casualidad.
Pues
eso es, lo confieso, el pensamiento que tengo muchas mañanas cuando echo la
vista atrás. Y aunque mi pequeña historia –bastante menos ejemplar y
trascendente y, desde luego, mucho más gris que la de mi admirada Teresa de
Cepeda– no tiene importancia alguna comparada con la trágica gravedad de todo
lo que nos rodea desde hace más o menos un año, a veces no puedo menos que
susurrarme: ya es casualidad.
Y
aunque si han llegado hasta aquí ya lo habrán supuesto, estoy hablando de mi
condición de pregonero de nuestra Semana Santa. Una propuesta que recibí con
toda la responsabilidad y entusiasmo del mundo («es el encargo de mi vida»,
recuerdo haberle dicho a mi compañera de Tribuna de Salamanca, Tamara Navarro,
en una entrevista en los días previos a que todo estallara) en septiembre de
2019 y que todavía, para mi desgracia, no he podido llevar a cabo.
No,
tampoco este año 2021 voy a pregonar la Semana Santa. Por varios motivos. El
primero y fundamental porque las condiciones sanitarias lo desaconsejan.
Después, la necesaria responsabilidad social que todos tenemos que mantener en
estos momentos y la extremada complejidad de planificar un acto cuyas
condiciones son imposibles de prever ni siquiera con unas pocas semanas de
adelanto y, finalmente, porque aunque Semana Santa hay y habrá que vivirla con
toda la intensidad que merece, es poco probable que puedan desarrollarse actos
cofrades más allá de unas contadísimas excepciones.
Así
me lo transmitió el presidente de la Junta de Semana Santa tras el encuentro
con el vicepresidente de la Junta de Castilla y León, Francisco Igea, y así lo
comprendí.
Quizá
algún periodista dentro de mucho tiempo eche un vistazo a las actas y se
pregunte, quién sabe, por qué un tal Paco Gómez figura como pregonero del 2020
al 2022. La vida es así. A veces se hace historia… por casualidad. Nos vemos en
2022, si Dios quiere.
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