Nada tan tumultuoso y lleno de gente como los
actos de Semana Santa. Nada por tanto tan peligroso como la Semana Santa para
la salud en estos tiempos de Covid. Esa es la lógica de estos tiempos. Al menos
con respecto a la Semana Santa. Otra cosa son las manifestaciones feministas,
las trifulcas en la ciudad de Barcelona, las fiestas en viviendas particulares,
los botellones en cualquier sitio, etc. También esta es la lógica de los
tiempos que vivimos.
Lo cierto es que, en lo que respecta a las
procesiones en sí, no creo que haya acto social tan preparado para combatir la
pandemia como estas: los cofrades van pertrechados con una macromascarilla que
les cubre la cabeza entera, y se hallan distanciados entre ellos por dos metros
o más. Al público sería fácil disponerlo de manera que mantuviera la distancia
entre quienes asistieran a los desfiles; otra cosa es que se respetara, claro.
Bien es cierto que los hermanos de carga van un poco apretaditos y con poca
ventilación, pero bueno, a lo mejor se podía pensar en un sistema de locomoción
sustitutorio. Claro está que estaríamos desvirtuando parte del ritual, y para
algunos el ritual, desgraciadamente, lo es todo.
Por otra parte, esta será nuestra segunda
Semana Santa Covid, en realidad. Aunque la primera apenas la pudimos disfrutar,
para esta ya estamos preparados. O, mejor dicho, mentalizados para no tenerla.
Y esto considero que es un problema pues prepararnos y mentalizarnos no es lo
mismo, aunque lo parezca. Mientras que lo primero exige una práctica
sustitutoria, un plan B, por así decir, que nos permita celebrar religiosamente
la semana más importante del año litúrgico, lo segundo implica, sin embargo, un
convencimiento o sentimiento de derrota que nos tendrá de brazos cruzados esa
semana.
Y, claro está, esto segundo es muy peligroso. En
primer lugar, por lo que implica de renuncia a celebrar algo importante en la
vida del creyente pero, sobre todo, se trata de algo muy peligroso, en segundo
lugar, porque quizás está dando por hecho dos cosas: primero, que el creyente
puede pasarse sin Semana Santa y, segundo, que esta es únicamente los actos y
procesiones que han dejado de celebrarse. Y esto –y estoy sintiendo junto a mí
mientras escribo a nuestro querido Fructuoso– esto me duele mucho como creyente
que participa de la fe en la diócesis de Salamanca.
Claro que quizás la Semana Santa que vivimos
no es en realidad tan santa y tiene más de profana en cuanto a los actos
exteriores que, dicho sea de paso, es a lo que nos referimos siempre que
hablamos de la Semana Santa. Es decir, lo que inicialmente fue una experiencia
de fe dotada de una de importante profundidad por parte de quienes la vivieron,
ha pasado a ser con el correr de los siglos, un mero ritual de carácter más
social que personal y regido por toda una serie de aspectos en los que la
vivencia espiritual tiene poco que decir.
Esta deriva que podríamos denominar de
carácter sociohistórico, por ejemplo, no sería tan peligrosa como la señalada
antes. Una cosa es que las sociedades pierdan su esencia con el tiempo, lo cual
es importante, en cualquier caso, pero otra más grave (a mi entender) es que
sean los propios individuos, las personas individuales que forman una
comunidad, las que pierdan su esencia. Poco es lo que el individuo puede hacer
a título individual frente a lo primero, pero en el segundo caso, cada uno
somos dueños de nuestras decisiones y del empeño que ponemos en conservar,
cuidar y proteger aquello que queremos y consideramos importante. De nuestros
errores no podemos pedir cuentas a nadie más que a nosotros mismos.
Pensándolo bien, si viviéramos la Semana
Santa, sus principales días al menos, como debieron de hacerlo los discípulos,
siempre según los Evangelios, sin embargo, la Semana Santa Covid no
estaría tan alejada de aquella primera de la era cristiana en la que murió
Jesús. De hecho –y repito, siempre según lo escrito por los evangelistas– parece
probable que los discípulos no acompañaran a Jesús tras la noche de la última
cena, sino que debieron de pasar los días siguientes en sus casas, más o menos
ocultos, y reflexionando sobre lo que estaba ocurriendo.
Desde
esta perspectiva, ¿no es cierto –acaso– que la primera semana santa fructificó
en una cuarentena? ¿Acaso no estuvieron escondidos y encerrados tras la muerte
de Jesús quienes habían tenido contacto con Él? ¿Acumularon productos de
alimentación porque ya no estaba Jesús para multiplicarles los panes y peces y
darle de comer? ¿Mantuvieron la distancia social con leprosos y samaritanos
para evitar los contagios olvidando las palabras de Jesús?
Son
muchas las preguntas que podríamos hacernos en este sentido pero lo único
importante es lo que ocurrió entonces en Jerusalén. Repetirlo cada año como
memoria está bien, pero no basta. De hecho, algún error hay en dicha repetición
si el no poderla celebrar al modo tradicional da al traste con la memoria del
acontecimiento. La Semana Santa fue para que los cristianos tuviéramos
consciencia de nuestra esencia y razón de ser. Reiterarla como forma de
mantenerla presente en nuestros corazones, como hacemos con la eucaristía cada
domingo, es importante, pero, por si no pudiera realizarse como acto público (y
el mundo puede que no vuelva a ser como lo conocemos), es más importante aún
tenerla interiorizada como uno más de nuestros órganos vitales.
Si
la presencia física de Jesús hubiera sido necesaria para la fe el cristianismo
no existiría. A ver si vamos ahora a llegar a la conclusión de que la Semana
Santa se limita a unas procesiones por las calles.
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