21-04-2021
Poeta
ante la Cruz del 2020, Elena Díaz Santana ha escrito un poemario profundamente
afectivo y verdadero. Bajo el amparo del evangelista Juan se inicia «Al calor
de tus manos». Con Juan y con el inicio del mundo en la Palabra. El poeta,
apóstol de nuestro tiempo, transmite lo que le fue transmitido, y su palabra se
vuelve certeza en su escritura y también testimonio. «En el principio ya
existía la Palabra».
Ya
desde el primer poema, Elena Díaz Santana engarza su canto en el único lugar de
donde puede brotar la verdad: el corazón. «Señor,/ me presento ante ti/ para
echar a volar/ los versos que nacieron/ de mi sentir más profundo». Y se
desnuda, el alma a la intemperie. El primer poema consagra el decir más puro y
enlaza con la fuente primera del decir. Escogido como nudo el término «inspiración»,
en él se retoma la etimología primera. Unidos el poeta y el creyente por esa
respiración inicial que, antes que a la escritura, ilumina al creyente a través
de la fuerza del espíritu.
Y
para transmitir esa certeza Elena Díaz recurre para la expresión de su
intimidad espiritual con aquellos recursos expresivos que fueron recurridos con
anterioridad por algunos místicos como Santa Teresa o San Juan de la Cruz,
escritores que llevaron la paradoja a su mejor extremo para hablar de lo que no
tiene nombre: «y tu voz,/ la única música/ que poblara el ansiado silencio»,
escribe la poeta.
El
poema, por tanto, es un viaje de entrada en el centro de la experiencia
religiosa, aferrada la escritora «al calor de tus manos,/ para recorrer juntos
el camino». Los homenajes al Santo fontivereño se repiten también en la alusión
a la «llama» que, dormida en el interior acaba conduciendo, forzosamente, a la
resurrección y «a la luz de la esperanza».
Si
el primer poema es una confesión creyente, los demás avanzan por la Pasión. El
Monte de los Olivos es el inicio. Testigo primero de este viaje agónico de
Cristo, con una escenografía de espanto, puesto que: «Para no verte en cruz,
Señor,/ se acalló la vida/ en la tarde plomiza/ y abandonaron las ramas/
asustadas, las aves». El color gris impregna este poema distanciada la emoción
con la tercera persona lírica que apenas consigue disimular que esas «lágrimas
amargas/ de los ojos/ de quienes te amaban» también son propias.
La
resistencia íntima se anuda a la lingüística. El segundo poema se estructura en
forma dual. Negación primero, deseo después. Con tres golpes anafóricos el
sujeto lírico expresa su rebeldía ante la injusticia cometida contra un justo: «No
más maderos para escarnio de inocentes,/ no al temor de los clavos y las
lanzas,/ no más sangre brotando». La hermandad que da título al texto «El
hermano en ti», se despliega según avanzan los versos hacia su final. Allí el
poeta expresa su deseo íntimo: «Cómo quisiera/ que no tuvieras que morir» (…) «ser
como Simón de Cirene/ y compartir contigo el peso del madero»…, ese madero del
que ha huido la primavera y se muestra desnudo, con la «vida silenciada», sin flores y sin pájaros.
Elena
Díaz Santana, como se ha señalado anteriormente, ha aprendido de los místicos
el juego de las contradicciones y las paradojas, especialmente aquellas que
apuntan a la claridad y a su ausencia. Sabe, como buena filóloga, el poder
expresivo que tiene el desconcierto. Romper con lo esperable es, con frecuencia,
la mejor manera de nombrar la poderosa verdad íntima. Pues el corazón tiene resplandor
en sus razones, lejos de la razón, como señaló Pascal. De aquí, que en un poema
como el titulado: «En tu luminosa sombra», el sujeto lírico se sitúe ante la
sombra de esa Cruz que sigue alumbrándonos la vida, y a su amparo se dé sentido
a la escritura. Como el musgo en las cicatrices de la piedra, escribe la poeta,
así va creciendo la semilla de la fe ascendiendo y trepando, imperceptible, por
la vida. Y ante ella, el hombre, como pájaro, espera el alimento. El poeta se
identifica, de este modo, con los pájaros: con una paloma que hace nido en un
ciprés, metáfora del hacer del hombre y del poeta, y también con el gorrión, pájaro
que, como relata Mateo, en palabras de Jesús, no caerá en tierra sin que lo
quiera el Padre, y que el salmista declara que ha encontrado ya su casa.
También el poeta ante la Cruz la encuentra. De aquí deriva la promesa, para que
no sea en vano tanto dolor: «Amar, amarte/ hasta que duela». Coherente con esta
idea, avanzado el poemario la poeta escribirá, ante la muerte de un ser
querido, y consciente de la Cruz en vida propia: «ahora sé lo que es morir en
ti».
Es
este un desgarro que es recordado cada año ante el rostro agónico del Cristo que
mira a los ojos del poeta y le recuerda su nombre y su destino. Ese «Cristo
nuestro», como lo denomina la escritora, que al abrirse la Puerta de Ramos cada
año y salir a la noche, «un racimo de estrellas,/ derrama su encendido mosto/
sobre las calles de la ciudad,/ donde no hay sillar que no quiera/ ser espejo
de tu imagen,/ni corazón que no busque/ cobijar tu desnudez». Por ello, hay con
el Cristo una deuda de amor que Elena Díaz Santana transforma en promesa: «Qué
hacer en estos momentos/ más que amarte/ y prometerte que/ no ha de ser en vano
tu dolor». Una promesa que se torna testimonio. No puede ser de otra manera. La
experiencia del encuentro con los ojos del redentor cada Semana Santa
transforma la vida del poeta, en este encuentro íntimamente personal, a pesar
de su dimensión pública. Nunca más que en nuestro tiempo la señal de la Cruz
signa al cristiano. Por eso, la poeta en un ejercicio de resistencia personal y
estética clama con conciencia: «Cuanto más pequeños nos hacen, /más grandes nos
volvemos a tus ojos».
Es
hermoso el modo de oración que nos regala esta poeta. Leve, como el término que
ella le suplica al Crucificado: «Pon levedad/ en cada una de las cruces/ que
arrastro en el caminar», y en otro poema: «Cuando menos te merezco,/ es cuando
con más fuerza,/ me sostienes en el amor» escribe con una delicadeza ante la
que no se puede volver el rostro. Levedad, ese deseo que ascenso que todo cristiano
acumula en su vivir como promesa. Todo este poemario nos enfrenta con momento
de una intensidad sorprendente. Terminada la oración, terminado el martirio,
terminada esta semana de dolor, los creyentes sabemos que está la claridad.
Elena Díaz Santana lo sabe: «Atrás queda la cruz del sufrimiento,/ para
hallarte en la claridad/ donde el amor respira y se acrecienta la fe» y, por
ello, en el poema final «Cristo y los poetas», suplica: «¡Que no se apague el
fuego,/ni decaiga,/ esta avivada llama/ que en mí flamea».
Al
calor de tus manos también recoge en su hacer las formas más
poéticas del relato. Por su escritura, como no podía ser de otra manera, cruza
el texto evangélico, expresado ya en las citas que preceden a algunos poemas.
Juan, reconociendo que se han llevado a su maestro… y después de nuevo el
relato evangélico, actualizado mediante la experiencia íntima de una lectora en
el siglo XXI, pero diciendo lo de siempre, lo único que se puede decir, aquello
que necesita seguir siendo nombrado… «María Magdalena no comprende,/ en la
oquedad,/ la ausencia del cuerpo amado»… Con una actualidad que nos sorprende…
hoy que seguimos sin comprender lo que pasó con aquel cuerpo… Por ello, la
poeta reza: «Ante nuestra incertidumbre, / ayúdanos a aceptar/ los desafíos con
que nos sorprende la vida,/ a llevar nuestro particular calvario,/ confiados,
en que no muere/ quien lo hace en ti».
Tiene
también Al calor de tus manos una mirada social que lo cruza desde su
inicio hasta el final, que lo hace bascular entre lo personal y lo histórico,
entre lo íntimo y lo social que hace de cada escena una señal del mundo. La
madre, la virgen es todas las mujeres que «acompañan a sus hijos en el camino
del frío», y la poeta esboza en cada gesto todos los gestos y, por ello, en cada
hombre reconoce a Cristo: «Ayer en la calle,/ se cruzaron mis ojos con tus
ojos./ Te reconocí,/ en el rostro de un vagabundo,/que yacía olvidado/ en una
acera». Sin embargo, es este un compromiso con el mundo y con su tiempo que no
le resta lirismo al libro, pues se inserta de manera cuidada y natural entre la
belleza, la fe y la música de los versos.
Es
la poesía de Elena Díaz Santana, en definitiva, como un lago calmo removido por
la lluvia de la fe. Sus poemas brotan del lugar íntimo de la conciencia y su
palabra fluye rítmica, como el propio estanque estremecido por el viento. Del
viaje de sus poemas se vuelve siempre reconciliado con la palabra, con la
herida y con la memoria, que ella convierte, pasándola por su propia mirada, en
vivencia permanente y actual.
Termina
la poeta con un golpe lírico que impresiona al lector: «Ya por siempre,/ Jesús
de la Agonía Redentora,/ mi nombre unido a ti,/ el regalo más hermoso,/ con que
puede ser bendecida/ una poeta, cristiana».
Tras
tan hermosa e íntima confesión, sólo queda el silencio.
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