02-04-2021
Allí estaba. Todo un encuentro
(encontronazo, diría yo) de sentimientos, pasiones y emociones.
El día había sido anodino. El
Jueves Santo, por diversas circunstancias, no pude acercarme a San Esteban. Fue
imposible, aunque tuve múltiples intentos, cancelados todos casi por la fuerza
de la razón y no la del corazón.
Me habían enviado fotos del Señor
de la Pasión tocado de blanco, como la túnica del judío más universal de la
historia. Tenía imágenes del Santísimo Cristo de la Buena Muerte, que dormitaba
sobre el leño de su Calvario de caoba. Qué decir de la Piedad con su Cristo
sedente, donde Carmona se recreó hasta mostrar el amor de madre evocando una
nana de silencio catedralicio. Y la Esperanza. Ay la Esperanza. Siempre de
verde, como un fiel subalterno que acaricia el albero con un pañuelo hecho
capote para librar de los pitones del hastío al pueblo de la Jerusalén charra
en la Plaza del Concilio de Trento.
Así que, tras informarme
convenientemente de las visitas, pude, por fin, el Viernes Santo, acudir a mi
cita con mis titulares, especialmente el «Moreno» que convierte el madero del
suplicio de la cruz en un Stradivarius
acariciado para tocar desde la quietud, la partitura de la Historia de la
Salvación.
Me puse el hábito de la Hermandad
Dominicana, eso sí, sin capa, pues ansiaba meterme debajo de los banzos para
cargar al Pasión, madera hecha carne por Damián Villar y espíritu por los
sucesores de Domingo de Guzmán.
Después de sentirme más unido que
nunca a mis titulares, y sin cruzar palabra alguna con mis hermanos de paso, o
más bien, ellos conmigo (no lo lograba entender), emprendí una salida
procesional que se me hizo más corta que nunca. Palominos no supuso gran mella.
Sentí eso sí, más frío que nunca, y eso que son varias décadas de madrugadas
con la cencellada sobre los corazones.
Tras la estación de penitencia,
pude trasladarme al acto del Descendimiento, prolegómeno del Santo Entierro en
el parque de San Francisco. Allí, los hermanos de la Vera Cruz, con sus capas
celestes de pureza inmaculada, esculpieron en piedra viviente los frontispicios
de los antiguos templos románicos entre verdes árboles y áureos sillares. Llegó
la tarde y recordé mi infancia con personajes como «Boca Ratonera» o «Culo Colorao»,
entre burlas y miedos. Uno siempre vuelve a su niñez en Semana Santa. La
infancia se tiene cada primera luna llena de primavera tengas la edad que
tengas. Y eso no lo logró igualar ni Freud. Son privilegiadas las almas tocadas
de estameña penitente que transitan por lo trasnochado de un ayer que se
resiste a ser mañana.
También me acerqué a rezar a la
portada de San Julián. Ese Nazareno, tan castellano, como carpintero, que lleva
madera a la construcción de la Plaza Mayor. Sobriedad hecha piedra entre
Sexmeros y Mercado. Pude observar con otros ojos una imagen hasta entonces
inusual, el Santo Entierro, y fue un revulsivo para mi existencia.
Y por supuesto, bajé a San Pablo,
antiguo convento de la Trinidad, para sentirme unido al Rescatado, morado en morada
de riadas de fieles, donde el pueblo es cofradía congregada porque hasta el
último día de un bisiesto sigue siendo viernes de marzo.
Finalmente, terminé mostrando mi
angustia en el Huerto carmelitano de los Olivos. A pesar de que ahora me
encontraba tranquilo y nada (nada de nada) cansado, la angustia de Cristo en el
tránsito de la noche del Viernes Santo, tras beber el cáliz de la Pasión fue
toda una metáfora de mi vida. De las espigas a los olivos, de los olivos a los
espinos, de los espinos al árbol maldito del patíbulo. Un símil agrario de la
vida misma. Y también la traición. Porque Judas sigue presente, como pregonan
nuestros vecinos diocesanos de Manantial de Miróbriga, en múltiples
comportamientos viles del ser humano, en el pasado, en el presente y en el
futuro.
Acabé la jornada satisfecho y no
fatigado. Había sido un día intenso, pero la noche anterior había sido
muchísimo más agitada. El tránsito del Jueves Santo al Viernes Santo había
supuesto para mí una agitación extrema.
Alguno pensará que por el
tradicional insomnio propio de la espera de la salida penitencial con mi
Hermandad Dominicana. O por todas las ilusiones soñadas, recreadas y vividas a
lo largo de todo un año tornadas siempre de blanco y negro.
Pero, sí, es verdad. Toda la agitación
desapareció cuando poco a poco mi familia me había puesto cada botón de la
túnica. La edad no perdonaba, y mis frágiles dedos no atinaban a introducir los
botones por los ojales. Los zapatos de raso, bien limpios y calzados como un
guante. Y esta vez, por una vez en la vida, la cabeza descubierta (cosas de la
vejez).
Pues sí. Así lo había dispuesto.
Que cuando llegara la parca a mi vida, fuera introducido en el féretro vestido
con el hábito de mi hermandad. El hábito albinegro hecho sudario para mi último
viaje al camposanto. Una procesión cuajada de anécdotas y sobre todo de
recuerdos. Porque la vida, aún en sepia o colores, siempre será en blanco y
negro, BLANCO Y NEGRO, con mayúsculas, para un hermano de la Dominicana de
Salamanca.
Mortaja unida a ese vasto cortejo
de penitentes glorificados cuyos cirios de vida dejan lágrimas de cera entre
las piedras francas salmantinas y se alejan por los solados de cantos rodados
del Tormes hacia los claros cielos de la Sierra.
La noche del Jueves Santo en el
Clínico había sido mi último paso por la morada de los vivos. Caronte, hecho
trono en San Esteban, hizo que este Viernes Santo fuera el más especial de mi
vida. Desde Rosario hasta la Rúa. Desde Sorias hasta San Julián. Desde San
Julián hasta San Polo. Desde San Polo hasta el Carmen de Abajo. Y del Carmen de
Abajo a San Carlos Borromeo. Esta vez, el muñidor también tocaba por mí. Pronto
sería de noche. La gran luna de Nisán, proyectaba mi oscura sombra sobre las
pilastras de Anaya al encuentro de un Claustro de los Reyes donde todavía
resonaban los gritos de Unamuno buscando sentido al sinsentido de la pérdida.
La noche del Viernes Santo teñía de luto Salamanca.
No. No fallecí por Covid. Pero esa
es otra historia.
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