viernes, 22 de octubre de 2021

¿Quién me presta una ventana?

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Paco Gómez

 22-10-2021

«… Sino al que anduvo en la mar!»
(Antonio Machado)

 La imagen da para una conferencia de seis horas donde todo cabría. La vergüenza del abandono de los barrios dejados de la mano de Dios. Fe inquebrantable, con motivos o sin ellos, de que las cosas un día pueden ir a mejor. Los rasgos que nos definen al caer los siglos como esa amalgama mestiza que llamamos pueblos mediterráneos. La devoción, cómo no. Y aquello que brillantemente definió Quevedo con aquel polvo enamorado como amor más allá de la muerte.

La imagen la publicaba en sus redes sociales Carlos García Lara, de la Concejalía de Fiestas Mayores y Relaciones Institucionales del Ayuntamiento de Sevilla, con motivo de la Santa Misión con la que se están conmemorando los 400 años de Jesús del Gran Poder, acercando la impresionante obra de Juan de Mesa a algunos de los barrios más humildes de la ciudad hispalense.

Las imágenes que nos va dejando ese recorrido están siendo todo un tratado sociológico de un modo de vivir y entender la religiosidad, si quieren salpicado de algún exceso, pero lleno de escenas que auténticamente llegan a lo más hondo del corazón.

Por ejemplo, esta. En Los Pajaritos, dicen las crónicas que con calles recién asfaltadas y bancos y columpios que todavía huelen a pintura para la ocasión –sí, por primera vez en décadas y décadas–, el Gran Poder, caminando sobre un mar de cabezas, manos y pantallas de móvil, mira cara a cara a los vecinos asomados a su paso.

Cuatro pisos, cuatro ventanas, cuatro historias de familias que viven tras esas paredes. Caras de asombro, caras de felicidad cámara al ojo sonriendo como se sonríe cuando se sabe que se es parte de la historia. En fin, reacciones de todo tipo entre el asombro y la inocencia.

Esa es la pincelada que aporta un niño asomado a la ventana del cuarto. Un niño que, quizá, no sea del todo consciente de lo que ocurre (aunque decir esto en Sevilla, puede que sea mucho decir) y asiste a la escena al lado seguramente de su abuelo. Un momento, ¿qué lleva el abuelo en la mano?

Él no tiene móvil, él no tira fotos. Pero sonríe. Él lo que tiene es justamente una foto que asoma a la ventana. Él con ella, que ahora ya no está. Tiempos pasados, seguramente mejores. Y la apoya en el alféizar para que el Gran Poder la vea a ella, pero sobre todo para que ella lo vea a Él. Mira, el Señor de Sevilla nos viene a ver a casa, a nosotros. A ti y a mí.

No sabemos cuánto tiempo hace que ella falta. Obviamente no sabemos nada de él. Pero podemos deducir que sintió que ese momento histórico lo iba a ser menos sin ella a su lado. Y eligió con cuidado la imagen luminosa de un recuerdo feliz para unirlo a otro recuerdo único que vale la pena solo si, de alguna forma, lo pueden vivir juntos.

Y no cuesta mucho reconocer esa misma foto en las paredes de nuestros abuelos. Y no cuesta nada sentir una punzada de emoción intensa ante un gesto de una fidelidad tan extrema, de un amor, quizá, de otros tiempos.

A menudo sentimos la tentación de mirar con cierta condescendencia desde nuestras semanas Santas lo que ocurre en las del sur. Nos parecen en su carácter multitudinario dadas a cierta algarabía que no encaja en lo que entendemos como nuestra austera tradición más pura.

No es cuestión de reabrir una y otra vez los cansinos debates identitarios, la postura ante la traslación –a menudo, es verdad, sin mucho criterio ni sentido– de algunas cosas que se hacen allá a nuestras procesiones, pero tampoco es cuestión de despreciar porque sí todo un torrente de devoción y una particular forma de hablar de tú a tú a las sagradas imágenes que forman parte como uno más de la vida de esas familias.

Dicen las crónicas que cuando el Gran Poder entraba, cara al pueblo, en la iglesia de la Blanca Paloma de la multitud surgió un espontáneo «¡¡Eres el mejor, ío!!» y a veces uno lamenta que ningún Juan de Mesa nos legara un Señor de Salamanca.

 

 







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