Las
protestas, en algún caso exacerbadas, por la suspensión «histórica» (como
tituló La Opinión de Zamora) de la
procesión de la Hermandad Penitencial del Santísimo Cristo de la Buena Muerte,
una de las más emblemáticas de la Semana Santa zamorana, por la amenaza de 0,7
mm de lluvia (que, y para ser fiel a la realidad, se materializó una hora
después) reabre, si es que alguna vez se ha cerrado, el debate sobre la
protección de las imágenes ante las inclemencias atmosféricas y su culto en la
procesión, finalidad, la del culto, no debe olvidarse, para la que fueron
creadas o en un momento dado se consiguieron para gloria de la cofradía y de la
Semana Santa correspondiente más que en muchos casos de la propia imagen.
La
suspensión fue más dolorosa y causó mayor frustración en público y cofrades por
la ausencia obligada de procesión durante los dos años de pandemia, pero sobre
todo por ser la primera vez que esta cofradía, que lleva en su nombre la
condición de penitencial, no salía a la calle en sus casi cincuenta años de
historia, habiéndolo hecho con lluvia, viento y nieve. No contemplan sus
estatutos la obligatoriedad de procesionar ante las inclemencias, pero en el sentir
colectivo de muchos semanasanteros, o sin serlo, se asume esa premisa como
elemento sustancial de la devoción cofrade zamorana.
Desde
la sensatez (y con una buena dosis de corrección política) nadie se atrevería a
contradecir la opinión técnica de la autora de la última y reciente restauración
de la imagen, al sugerir la suspensión para evitar el efecto de la lluvia sobre
la talla. Pero desde el corazón, cofrades y espectadores se quedaron, nos
quedamos, con las ganas de rezar al Cristo, para muchos «su» Cristo, en la
calle, rozar las manos de los amigos en las filas y sentir el calor de los
hachones en los rostros y el escalofrío del «Jerusalem» de la Plaza de Santa
Lucía en la piel. Como una aceitada amarga en el surtido de ricos zamoranos que
se esperan durante todo el año.
La
lluvia no es el único enemigo de las tallas durante la procesión, pero es uno
de los pocos que pueden sortearse. Los cambios de temperatura entre el lugar de
depósito de una imagen (la iglesia, el museo, una panera…) y la calle, la
humedad ambiental, la exposición a la luz solar en el caso de desfiles diurnos,
los agentes contaminantes presentes en el aire, o el mismo viento, son factores
conocidos por cualquier restaurador que afectan al deterioro de la madera y las
pátinas de policromía. Por eso, periódicamente, y sin necesidad de haber estado
en contacto directo con el agua, una imagen necesita pasar por el taller para
restablecer su equilibrio estructural y estético. Y a pesar de ello, los
cristos, las vírgenes, los grupos escultóricos salen a la calle porque esa es
la finalidad para la que fueron esculpidos.
Sin
querer enmendar la plana a ningún experto, me cuesta pensar que no existan
soluciones para proteger de una previsión de lluvia de 0,7 mm una imagen de
poca envergadura y fácil transporte. Máxime cuando el aviso se conocía desde
una semana antes. Desde el montaje de una ligera estructura para colocar una
protección transparente (sí, un plástico como se ha hecho en otras ocasiones)
sin necesidad de que roce a la imagen, la colocación de alguna carpa en puntos
estratégicos del itinerario para resguardarla en caso de mayor intensidad de
lluvia, el acortamiento del recorrido…
Comprendo
la dificultad de adoptar una decisión de suspensión y la congoja que debió
suponer para el abad de la Buena Muerte, como para cualquier otro, cuando, como
se cuenta, los técnicos le decían que no (?), el obispo que tampoco (!),
algunos hermanos que sí, el público en las aceras esperando con ilusión, y
media ciudad movilizada para que todo saliera bien. Pero eso solo debería haber
ocurrido ante una inclemencia inesperada, y no en las circunstancias previstas.
La decisión tomada, precipitada y poco meditada, solo tuvo en cuenta el factor
conservación. Para nada la devoción (espiritual y profana), la tradición
penitencial, la expectación por el reencuentro después de tres años de espera,
ni la emoción de los más pequeños en su primer Lunes Santo en Balborraz. Lo
dicho, la aceitada más amarga de la Pasión zamorana.
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