Escribo estas líneas con el rescoldo aún caliente de una
tea recién apagada y las manos alegremente entumecidas tras una noche esperada
desde hace años. Porque una pandemia nos ha tenido con los pies quietos, las
manos amarradas y la cara cubierta. Porque un virus, que nació de incógnito y
ahora nos es tan familiar como si fuese uno de esos primos lejanos que se nos
presenta de repente en casa y hacemos piña con él pareciendo que hemos estado
cerca toda la vida, ha relajado su presencia entre nosotros y nos ha dejado
retomar lo que quedó pendiente hace ya casi tres años.
La ilusión de principiante se veía nítidamente a través
de las mascarillas de cuantos en este comienzo de la Semana Santa hemos podido
vestir nuestro hábito y salir a las calles, bajo nuestro capirote o nuestra
capucha franciscana, como si de la primera vez se tratase. Aunque esto, como
montar en bicicleta, es algo que una vez aprendido queda en la memoria de las
habilidades y no se olvida así pase mucho tiempo. Y no lo hemos olvidado.
El virus se ha relajado o, al menos, ha dejado que nosotros
nos relajemos. Quizá inconscientes, pero necesitados de retomar una normalidad
que nos dejase vivir la primavera como solo nosotros, solo los cofrades,
sabemos. Que permitiese encuentros y reencuentros con esa fe de la calle que
hace que nos acerquemos acortando las distancias sociales, para liberar abrazos
reprimidos durante años que, quizá espontáneos o quizá empujados por la
necesidad de un contacto perdido, hemos repartido entre hermanos.
Hemos hecho procesión sin límite de aforos, sin que los
bancos de las iglesias mostrasen unos huecos que nadie podía rellenar por orden
gubernativa y con una agradable sensación de libertad que, a diferencia de
bares, estadios o aulas, quienes nos manifestamos cristianos habíamos visto
cercenada por normas interesadas que nos hacían sentir como apestados.
Ahora sí, como deseaba Pedro Martín en su columna de hace
unos días, hemos vuelto a las calles y lo hemos hecho como si nada hubiera
pasado. ¿Como si nada…? Ojalá fuese así. Pero no. En la calle, en la soledad de
la calle ocultos por un capuchón y en ese silencio voluntariamente obligado al
que nos sometemos quienes hacemos así penitencia, quien más quien menos, ha
recordado momentos de angustia por lo que nos asustaba y a gentes cercanas que
murieron no digo sin el calor de una caricia, sino sin siquiera una despedida
digna. Quien más quien menos, ha pensado en todas esas pobres gentes que se han
visto en la miseria, desplazados y desesperanzados por una guerra maldita, como
todas las guerras malditas, fuera de sus casas, lejos de sus países y oyendo
lenguas desconocidas que, aun estando ya a salvo entre nosotros, todavía se
sobresaltan con el ruido de un helicóptero o las bocinas de unos camiones, como
me decía durante ese abrazo fraterno previo a la procesión mi hermano Manolo
Muiños. Quien más quien menos, se ha sonreído agradecido por esa buena suerte
que le ha permitido librar las adversidades de tiempos inmediatos y poder estar
sujetando una antorcha mientras camina en soledad procesional y recuerda con
cariño y respeto a todos esos que no tuvieron su suerte.
Quien más quien menos ha orado en procesión. Porque eso
es rezar y todos lo hemos hecho. Y eso es, quizá, lo que las autoridades no
sabían que podíamos hacer. Que podemos rezar así, sin ocupar un banco en una
iglesia. Que rezamos mientras sostenemos una antorcha teatralmente. Que hemos
rezado sin molestar a nadie, ni siquiera al virus. Que hemos rezado porque
hemos vuelto a la normalidad y lo estábamos necesitando.
0 comments: