lunes, 11 de abril de 2022

Rezar en procesión. Orar en libertad

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 Félix Torres

Antorchas Hdad. Franciscana | Foto: Álex López
11-04-2022
 

Escribo estas líneas con el rescoldo aún caliente de una tea recién apagada y las manos alegremente entumecidas tras una noche esperada desde hace años. Porque una pandemia nos ha tenido con los pies quietos, las manos amarradas y la cara cubierta. Porque un virus, que nació de incógnito y ahora nos es tan familiar como si fuese uno de esos primos lejanos que se nos presenta de repente en casa y hacemos piña con él pareciendo que hemos estado cerca toda la vida, ha relajado su presencia entre nosotros y nos ha dejado retomar lo que quedó pendiente hace ya casi tres años.

La ilusión de principiante se veía nítidamente a través de las mascarillas de cuantos en este comienzo de la Semana Santa hemos podido vestir nuestro hábito y salir a las calles, bajo nuestro capirote o nuestra capucha franciscana, como si de la primera vez se tratase. Aunque esto, como montar en bicicleta, es algo que una vez aprendido queda en la memoria de las habilidades y no se olvida así pase mucho tiempo. Y no lo hemos olvidado.

El virus se ha relajado o, al menos, ha dejado que nosotros nos relajemos. Quizá inconscientes, pero necesitados de retomar una normalidad que nos dejase vivir la primavera como solo nosotros, solo los cofrades, sabemos. Que permitiese encuentros y reencuentros con esa fe de la calle que hace que nos acerquemos acortando las distancias sociales, para liberar abrazos reprimidos durante años que, quizá espontáneos o quizá empujados por la necesidad de un contacto perdido, hemos repartido entre hermanos.

Hemos hecho procesión sin límite de aforos, sin que los bancos de las iglesias mostrasen unos huecos que nadie podía rellenar por orden gubernativa y con una agradable sensación de libertad que, a diferencia de bares, estadios o aulas, quienes nos manifestamos cristianos habíamos visto cercenada por normas interesadas que nos hacían sentir como apestados.

Ahora sí, como deseaba Pedro Martín en su columna de hace unos días, hemos vuelto a las calles y lo hemos hecho como si nada hubiera pasado. ¿Como si nada…? Ojalá fuese así. Pero no. En la calle, en la soledad de la calle ocultos por un capuchón y en ese silencio voluntariamente obligado al que nos sometemos quienes hacemos así penitencia, quien más quien menos, ha recordado momentos de angustia por lo que nos asustaba y a gentes cercanas que murieron no digo sin el calor de una caricia, sino sin siquiera una despedida digna. Quien más quien menos, ha pensado en todas esas pobres gentes que se han visto en la miseria, desplazados y desesperanzados por una guerra maldita, como todas las guerras malditas, fuera de sus casas, lejos de sus países y oyendo lenguas desconocidas que, aun estando ya a salvo entre nosotros, todavía se sobresaltan con el ruido de un helicóptero o las bocinas de unos camiones, como me decía durante ese abrazo fraterno previo a la procesión mi hermano Manolo Muiños. Quien más quien menos, se ha sonreído agradecido por esa buena suerte que le ha permitido librar las adversidades de tiempos inmediatos y poder estar sujetando una antorcha mientras camina en soledad procesional y recuerda con cariño y respeto a todos esos que no tuvieron su suerte.

Quien más quien menos ha orado en procesión. Porque eso es rezar y todos lo hemos hecho. Y eso es, quizá, lo que las autoridades no sabían que podíamos hacer. Que podemos rezar así, sin ocupar un banco en una iglesia. Que rezamos mientras sostenemos una antorcha teatralmente. Que hemos rezado sin molestar a nadie, ni siquiera al virus. Que hemos rezado porque hemos vuelto a la normalidad y lo estábamos necesitando.



 

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