«Donde Dios se hace grande, el hombre no se hace pequeño. Allí el hombre se hace también grande y el mundo se llena de luz» (Benedicto XVI, 11-9-2006).
Cuando ya la Pascua está granada, atravesados los cincuenta días en que florida la hemos recorrido, se suceden, como prolongación de Pentecostés, las solemnidades de la Santísima Trinidad y del Cuerpo y la Sangre de Cristo, con su eco en el Sagrado Corazón de Jesús y en la octava sacramental que se extiende por el claustro de las Escuelas Mayores, por el de los Reyes en San Esteban, por el Campo de San Francisco de la mano de la Vera Cruz… Imagino que, cuando sea posible, también veremos en las calles salmantinas las restauradas andas procesionales eucarísticas de la parroquia de San Martín.
El
junio que acabamos de estrenar depara en su calendario el Corpus Christi.
Marcado en rojo el jueves 8 en unos cuantos lugares; negro permanece en la
mayoría, que lo celebrará el domingo 11, vísperas mismas del patrono en
Salamanca, con lo que este año será bien patente ese vínculo entre fray Juan de
Sahagún y el sacrificio de la misa. Es fácil suponer que la efigie del santo
agustino presidirá alguno de los altares que, de un tiempo a esta parte, vienen
elevando las cofradías a lo largo del itinerario de la procesión diocesana con
el Santísimo Sacramento. Desde la mañana, las hermandades se esfuerzan en
engalanar algunos puntos de las calles y plazas por donde pasará el Señor en la
tarde, una vez terminada la celebración en la Catedral. El Corpus Christi saca
el altar del templo y lo muestra en medio del mundo; estos otros altares, al
paso del Pan de Vida, lo van anunciando e invitan a una fiesta que nos remite a
la adoración. ¡Qué bien sonaría la marcha homónima de Miguel Pascual tras la
custodia!
La
adoración, según enseña la Iglesia en el Catecismo, «es
el primer acto de la virtud de la religión. Adorar a Dios es reconocerle como
Dios, como Creador y Salvador, Señor y Dueño de todo lo que existe, como Amor
infinito y misericordioso. Adorarás al Señor tu Dios y solo a él darás culto
(Lc 4,8), dice Jesús citando el Deuteronomio (6, 13)» (n. 2096). Respuesta
natural la de adorar, confesión de fe y gratitud del hombre a Dios, como
actitud de la que partir y en la que resumir lo que somos ante el que es desde
siempre y para la eternidad: «Yo soy el que soy» (Ex 3,14). Precisa el
Catecismo así: «Adorar a Dios es reconocer, con respeto y sumisión absolutos,
la nada de la criatura, que sólo existe por Dios. Adorar a Dios es alabarlo,
exaltarle y humillarse a sí mismo, como hace María en el Magníficat, confesando
con gratitud que él ha hecho grandes cosas y que su nombre es santo
(cf Lc 1,46-49). La adoración del Dios único libera al hombre del
repliegue sobre sí mismo, de la esclavitud del pecado y de la idolatría del
mundo» (n. 2097). Adorar a Dios en espíritu y verdad (Jn 4,23-24), como
reveló Jesús a la mujer samaritana junto al pozo, consiste precisamente en esta
forma de seguimiento que pasa por la negación de uno mismo y la asunción de la
cruz de cada día, tras las huellas de Cristo. Solamente desde el reconocimiento
de nuestra nada podemos aspirar al todo que Dios nos tiene preparado.
La adoración como forma de oración en la vida cristiana, en
esencia interna y profunda, encuentra formas de expresión externa o visible: de
rodillas ante el sagrario, ante la custodia donde se expone a Jesús
Sacramentado. Por esto, aunque de entrada pueda parecer a algunos que es algo
forzado, impostado, demasiado atrevido, cabe señalar la adoración, y en concreto
la adoración eucarística, como una manera de rezar bien valiosa antes o durante
las procesiones de nuestras cofradías, y también en sus diferentes actos de
culto. La adoración mayor y más perfecta es la celebración de la Santa Misa, de
la que parten el resto de los momentos orantes. Convocarla con la frecuencia
posible, cuidar su preparación y desarrollo, ponerla de verdad en el centro de
la vida de la hermandad, es una obligación de cada cofradía para cumplir con
sus fines, que pasan por salvar almas: Si no
coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre, no tenéis vida en
vosotros (Jn 6,53).
Exponer el Santísimo sobre el altar y señalárselo
a un heterogéneo grupo de nazarenos entre los que un porcentaje no pequeño,
probablemente mayoritario, no acostumbra a celebrar el domingo participando en
la eucaristía, conduce el cortejo procesional hacia ese territorio donde el misterio
se adentra en lo más íntimo del alma, reformula las preguntas fundamentales y
Dios encuentra lo que el hombre está buscando. No es la adoración un ejercicio
para cristianos especialmente formados, ni para practicantes de una
espiritualidad muy estructurada, sino que es la aceptación simple y llana de
nuestra pequeñez, arrodillada ante la grandeza de Dios. En silencio. A solas.
Sin más.
Después, la procesión se reanuda. El efímero
altar se desmonta. El Santísimo se reserva. La vida sigue. Algo habrá cambiado
en el voluntario o casi casual adorador, y lo mismo debería suceder en la
cofradía: un mayor esmero en la liturgia durante todo el año, una sucesión de
vigilias periódicas en las que se adore al Señor más allá del día en que
salimos a la calle, un mero gesto de genuflexión cada vez que un cofrade pase
ante el sagrario, un compromiso estable con la capilla de Adoración Eucarística
Perpetua, una presencia numerosa y entusiasta de hermanos en el Corpus Christi
diocesano. ¡Dios está aquí! Venid, adoradores, adoremos a
Cristo Redentor…
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