23-06-2023
Sin duda uno de los mayores
atractivos de nuestra Semana Santa es su riqueza plástica y el impresionante
compendio de cultura y tradición que atesora. Todas las manifestaciones
artísticas se han embebido de su trascendencia y el sentido profundo que subyace
en este tiempo crucial de la historia de la humanidad. Y uno de los aspectos
más relevantes, porque permanece inalterable en su esencia pese a las
innovaciones temporales, es el modo en que despierta la piedad popular. Las
imágenes que colman los templos y las calles, arropadas por un séquito de
fieles y curiosos, al compás de la música o el silencio, pueden llegar al
corazón mejor que los sermones o los discursos. Hoy, igual que hace décadas,
siglos, la imagen del Nazareno sigue conmoviendo y traspasando la sensibilidad
de quien la contempla con mirada sencilla y limpia.
José María Gabriel y Galán, poeta de
honda religiosidad y profunda sencillez, maestro de vocación y enamorado de la
vida campesina y rural, lo reflejó magistralmente en un extenso poema titulado La
pedrada, en los albores de siglo XX. En una sucesión de quintillas ‒estrofa
de métrica castellana, de cinco versos de arte menor, en la que ninguno puede
quedar suelto y no pueden rimar más de dos seguidos ni tampoco acabar en
pareado‒ conforma esa atmósfera conmovedora a partir de una anécdota: la
indignación que lleva a un chiquillo a descargar su rencor contra la imagen de
un sayón, que para él es la encarnación de la maldad, arrojándole una piedra
que golpea brutalmente su cabeza y la desprende del tronco.
El poeta rememora la escena desde su
infancia, recreando el tiempo de la Semana Santa en una atmósfera de tristeza y
emociones aprendidas (me enseñaron a rezar / y como amar es sufrir
/también aprendí a llorar), una atmósfera plasmada en dramáticos
contrastes que la figura del Nazareno evoca: su imagen (túnica morada / frente
ensangrentada / soga al cuello), los sentimientos que despierta (las
entrañas se me anegan / en torrentes de amargura / lágrimas me
ciegan), la paradoja de sugerir emociones antitéticas (me hiere la
ternura / (...) qué dulce, qué sereno / caminaba (...) / con
la cruz al hombro echada / (...) y el amor en la mirada). En aquella
atmósfera de piedad compartida, en aquel tiempo en que la vida se entristecía
/ cerrábanse los hogares / y el pobre templo se abría, todos
participan desde su condición asumida: los hombres, abstraídos, encapados
(...) con hachones encendidos / y semblantes apagados (...) viejecitas
y doncellas enlutadas / doloridas, angustiadas (...) los niños
silenciosos, apenados (...) Todos caminábamos sombríos / junto al
dulce Nazareno, / maldiciendo a los judíos (...) que mataron al
Dios bueno. Y en medio del sentido dolor ante el paso del Nazareno, el rapazuelo
que se incendia de furia ante la inhumana injusticia del sayón que golpea a
Jesús con su látigo y se toma la justicia por su mano, ¡porque sí; porque le
pegan / sin hacer ningún motivo!
Poesía sencilla y directa, sin
artificios ni sofisticados recursos, que conmueve y sugiere profundos
sentimientos. Quién sabe lo que hubiera surgido de la pluma de José María si la
muerte no le hubiese llegado a una edad tan temprana. Intuyo cuáles habrían
sido sus senderos poéticos. Resulta bien significativo que Unamuno se sintiese
interesado por su poesía, a partir de la concesión de un premio literario
convocado por la universidad de Salamanca, y cuyo jurado presidía. Pero esa es
otra cuestión.
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