Hace
años Severiano Grande impuso que, en un catálogo de su exposición en Caja Duero,
se publicasen varias fotos mías, junto a las del fotógrafo profesional
contratado por la entidad bancaria. Incluso fui el autor de la del cartel que
anunciaba aquella convocatoria que se convirtió en uno de sus grandes éxitos
como escultor.
Haciendo
aquellas instantáneas a sus impresionantes esculturas, Seve me dio una gran
lección sobre el lenguaje de las sombras que forman con las tallas en algunos
casos, uno de los interesantes y atractivos complementos del arte. Junto al
abrazo sombrío que forma y deforma las sugerencias que van más allá de la
propia escultura, recibí otro cursillo acelerado sobre las partes inacabadas
que sirven para exaltar la materia, desde el gran argumento que resalta con su
poder la madre naturaleza.
Más
o menos aquellas lecciones años más tarde me las recordaba Fernando Mayoral,
cuando estaba meditabundo y abandonado en la talla del Cristo de la Humildad, que
por ser la última obra del escultor se ha convertido en el gran colofón a su más
que reconocida y prestigiosa carrera.
Con
esas referencias de los dos grandes maestros me fui convirtiendo en un
maniático que busca esas composiciones sombrías, que proyectan las esculturas
por esas calles y plazuelas de nuestros más que sistemáticos pasos.
El
último propósito escultórico que se puso en la Plaza de San Benito para
homenajear al cofrade, no podía escapar de esa búsqueda de la sombra, más cuando
de la misma no paraba de hablarme la gente, sobre todo algunos cofrades que un
día se despertaron con la gran sorpresa que nos daba el alcalde, después, eso
sí, de haberse compartido en el mercadillo de los chismes, todo tipo de rumores
y conjeturas.
De
entrada, mi máximo respeto para quien diseñó tal artefacto, seguro que con la
mejor de las intenciones y convencido de ser una gran aportación a la ciudad.
Admitiendo
que el alcalde se ha acercado a la Semana Santa salmantina de una forma clara y
que la apoya con ganas y disposición (nadie puede negarlo), me chirría ver en
la Plaza de San Benito esa insinuación nazarena que, desde mi peculiar forma de
disfrutar de los entornos monumentales, solo me deja ver una cuchillada asentada
al costado del maravilloso, único y recoleto espacio salmanticense.
Algún
personaje entendido en la materia, me hacía ver que en una calle moderna y
espaciosa podría ser, pese a que no le satisficiese el resultado del curioso armatoste,
un acento peculiar y decorativo que, cuando menos dejaría la marca de la pobre
visión cultural que preside estos años decadentes en los que permitimos que se
coloquen algunas patrañas escultóricas en nuestras calles, que dan el cante al
ser esta ciudad, según dicen, cultural por encima de todo.
El
problema del objeto cofrade de la Plaza de San Benito es que cuando nos
encontramos con los días sin sol, la sombra que de una forma figurativa nos
deja ver un penitente proyectado junto a las geométricas líneas del exagerado pedestal,
desaparece y entonces no queda más remedio que fijarnos con más detalle en el
amasijo metálico, descubriendo que no hay ni pizca de emoción que recuerde
mínimamente alguno de los variados y especiales dones que expande el arte.
De
todos modos, hay mucha gente que está encantada con ese homenaje y seguro que
con el tiempo iremos todos aceptando, incluso sus detractores, que las cosas en
esta ciudad son como son y punto.
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