02-10-2023
El
refugio en Dios, entrañas seguras, lugar de salvación, hogar siempre abierto,
atraviesa la oración de los salmos con que los fieles invocan a aquel que es su
roca, y su escudo, y su fortaleza. De la invocación se pasa a la advocación, de
la resonancia de la Palabra en las Escrituras a su huella en las palabras
propias del pueblo que reza con su segura inspiración. Así es como Candelario
acompaña al Cristo del Refugio, el mismo que hace silencio en Murcia entre coloraos y moraos al llegar el Jueves Santo, el que Cáceres entroniza sobre
andas que evocan sus medievales siluetas. Cristo es el refugio que fundamenta
las obras de la Santa y Real Hermandad del Refugio y Piedad, que une a la
caridad el culto en la iglesia madrileña de San Antonio de los Alemanes. Y
junto al Hijo, siempre la Madre, llamada confiadamente refugio de los
pecadores, estación imprescindible en esa letanía que recorre las maravillas de
la Virgen y que descansa en El refugio de
María con sones de López Farfán como si transitara el cortejo de San
Bernardo en Miércoles Santo. Refugiarse es, en fin, algo que corresponde a las
cofradías cuando salta la sorpresa de la lluvia, por mucho que algún exaltado
prefiriera los capuchinos de bronce cayendo del cielo al hospitalario cobijo de
la casa madre. Por esto, han sido certeros los obispos andaluces al referirse a
las hermandades como refugios de misericordia.
La
reciente carta pastoral de los «Obispos del Sur de España», que la Iglesia
suele cuidar estos detalles para distinguirse de las nomenclaturas civiles, ha
buscado su apoyatura en el trigésimo aniversario del paso de san Juan Pablo II
por los santuarios onubenses del Rocío y la Cinta. Una docena de prelados, los
diez residenciales y los dos auxiliares de Sevilla, firmaron el pasado 14 de
junio un texto que han titulado María,
estrella de la evangelización. La fuerza evangelizadora de la piedad popular.
La recepción de los documentos eclesiales siempre se moverá entre el hastío de
la carga y la esperanza de la oportunidad. Breve, pues no llega a las cuarenta
páginas, la aportación de los pastores meridionales se estructura con sencillez
y se lee con agilidad. Tras la introducción, recuerdan la relación de la piedad
popular con la profesión de fe, con la liturgia, con el apostolado y con la
vida de oración. Desde allí, la piedad del pueblo, se llega a las hermandades,
a lo institucional por muy populares que se reivindiquen algunos cofrades, como
queriendo desvincularse de la Iglesia-institución donde su identidad nace y
crece. Es precisamente de la dichosa identidad de lo que hablan los obispos de
esas diez diócesis: de la identidad católica de las cofradías. Las exhortan a
atender la llamada del Sucesor de Pedro y, a lo largo de toda la carta, van
entrelazando lo que en el magisterio de Pablo VI, Juan Pablo II, Benedicto XVI
y Francisco se refiere a la piedad popular y a las hermandades. Enviadas a la
tarea de la nueva evangelización, otorgan a estas comunidades tres hermosas
definiciones, algo que ya son en parte y hacia lo que pueden caminar: escuelas
de vida cristiana, refugios de misericordia y portadoras de esperanza.
Afirman
los obispos que «la primera preocupación de una Junta de gobierno, en cuanto
cabeza de una hermandad, debe ser llevar el evangelio a todos sus miembros. Si
la pertenencia a una hermandad no convierte en mejores católicos a sus
miembros, de poco o nada sirven sus esfuerzos. Las tareas, proyectos o
preocupaciones de quienes están al frente de una Hermandad no deberían
centrarse prioritariamente en mejorar su patrimonio material, sino en el
cuidado espiritual y corporal de quienes forman la hermandad. La riqueza de una
hermandad son las personas y, entre ellas, especialmente, las más necesitadas».
Desde esta premisa, animan a las cofradías a ser refugios de misericordia para
sanar en Cristo las heridas del hombre de hoy. Son claros: «Nada hay más
contrario a la vida de una hermandad que las divisiones y enfrentamientos entre
quienes la forman. Nada más alejado de una persona que se dice cofrade o de
hermandades, que vivir en contra de la enseñanza de la Iglesia en materia de fe
y moral». Se fijan en la verdad del amor conyugal y la familia, en la comunión
de bienes entre miembros más y menos pudientes, en la vida interior frente al
riesgo evidente de caer en la espectacularidad. Como remedios, como medios para
ejercer esa misión de misericordioso refugio, orientan a partir de palabras del
papa Francisco: los sacramentos, la oración y las devociones, el testimonio de
la caridad. Es decir, lo de siempre, lo que anida en el origen de las cofradías
y ha venido configurando su devenir histórico.
Mientras
los obispos de nuestras diócesis leonesas y castellanas, los de la llamada «Región
del Duero», acaso estén considerando dirigirse pastoralmente con una carta a
las cofradías de estas tierras de churras y merinas, cabe repetir la conclusión
de los del «Sur de España», recabada de la profética Evangelii nuntiandi de Pablo VI, el día de la Inmaculada del
jubilar 1975: «Con la Virgen María recibimos, custodiamos y transmitimos a
Cristo, el Salvador. En la mañana de
Pentecostés, ella presidió con su oración el comienzo de la evangelización bajo
el influjo del Espíritu Santo. Sea ella la estrella de la evangelización
siempre renovada que la Iglesia, dócil al mandato del Señor, debe promover y
realizar, sobre todo en estos tiempos difíciles y llenos de esperanza».
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