miércoles, 8 de noviembre de 2023

Almohadillas

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Álex J. García Montero


08-11-2023

De todos es sabido que en los toros hay diferentes maneras de protestar o de expresar la no conveniencia con la faena del torero.

Tenemos desde el silencio, oneroso donde los hubiere, especialmente con algunos matadores de primera fila (no es lo mismo un silencio a Morante en Salamanca que un silencio a un novillero en Las Ventas), hasta la bronca, pitos incluidos, donde la desavenencia con la faena, el matador y su cuadrilla es más que evidente. También pueden ir los pitos al cornúpeta, cuando ha mostrado una mansedad intolerable. Dicho sea de paso, los pitos al cornúpeta van directamente al tafanario del ganadero, vía cabeza gacha del mayoral en el callejón.

La bronca entre las broncas en los toros, viene cuando el respetable deja de respetar y lanza almohadillas contra el ruedo (a veces puede haber alguien, incluso toreando), pero el hartazgo es lanzarlas denodadamente contra la arena; eso es máxima expresión del ingente cabreo asintótico de un derecho ancestral al pataleo que apenas tendrá consecuencias, salvo, si te pillan, una multa por desorden público; vamos, miccionar detrás de un contenedor en la calle te podría salir más caro. Casi siempre se ha dado que el juicio viene después de la puntilla, para evitar que dicho juzgamiento pudiera parecer el Sanedrín a nuestro Señor Jesucristo.

De un tiempo a esta parte, quizás empezamos antes de la pandemia (o plandemia), nos hemos ido encabronando vilmente como sociedad. ¿Se acuerdan de aquello de «vamos a salir mejores» o «todo va a salir bien»? Pues, nada de nada. Desde hace más de una década, más o menos, el español de a pie, desde su infancia más añorada, había aprendido a reclamar cada vez más derechos sin asumir apenas obligaciones, salvo aquellas que consideraba subjetivamente que le podían beneficiar. Así que, con esa tabla de derechos, tantos como toros se lidian en Las Ventas (con permiso de Florito, claro está), y escasos deberes (tantos como políticos den la cara por la Fiesta), nos estábamos haciendo un pueblo reclamante hasta del bienestar del paisaje (no crean que digo tonterías, así aparece en el último estatuto autonómico aprobado por la élite pijo progre catalana). Y si no nos lo daban cumplidamente e inmediatamente, tronábamos de enojo contra aquellos que considerábamos en nuestro imaginario colectivo los responsables de tan maña represión.

En la época de fray Luis de León, y quizás antes, en la gélida y primigenia ciudad universitaria salmanticense, los alumnos, entre orador y orador, tenían el famoso «derecho al pataleo», que consistía en agitar bruscamente sus extremidades inferiores para provocar un calor cinético corporal. Eso era ecologismo y, sobre todo, autosuficiencia energética, como cuando los que hemos estado (y sobre todo sido) internos, hemos jugado a las palmas hasta casi hacerlas sangrar en las largas y frías noches invernales. Al paso que está la cosa, volveremos a la penitencia de sangre para entrar en calor.

En los toros, ese «derecho al pataleo» no existe, salvo la bronca al palco, que estratégicamente está perfectamente situado arriba para que la fuerza de la gravedad de la bronca siempre, por pura lógica física, vaya hacia abajo.

En la Semana Santa, desde hace ya bastantes años, nuestras juntas de gobierno, que tanto critican a obispos y prestes (doy fe de ello), incluso amenazando con manifestaciones ante Palacio si no se salen con la suya (solo falta que den el bocadillo o el hornazo a los asistentes), y que especialmente nos critican a los que desde este espacio virtual (pero físico con muchas hostias) hacemos públicamente nuestra protestación de fe del lanzamiento de almohadilla.

Cabe pensar que, en los toros, los cambios de criterio de los presidentes de plaza son parecidos a los de Sánchez (ya saben, con la amnistía hemos tocado) o a los del Risi (¿se acuerdan de las bolsas de Gusanitos?) del Palacio de la Asunción de Valladolid o de antiguos vicarios devenidos en mayorales de efímeras sombras, sonrientes bajo la niebla peñarandina.

Ahora, resulta que hay que cumplir fielmente las normas. Que, al director de lidia de Pasión en Salamanca, hay que obligarlo a hacer no sé qué curso, después de que reclamara hace ya más lunas llenas que cuartos en los bolsillos de ruiseñores, permiso para ejercer la lidia en la Franciscana. Y mientras, desde Palacio se mira para otro lado en el cumplimiento pulcro de otorgar la primera oreja en segundas nupcias de muchos de los responsables de cofradías, hermandades, juntas… Eso sí, Risi II y sus adláteres, tragando con la extrapolación de que en España hay casi medio millón de abusados, tras no haber sido capaces de parar lo evidente años atrás. Señores, la primera oreja siempre la concede el público, por muy estupendos que ustedes se pongan. Y el público, vulgo hermanos de la Franciscana, ya la otorgó hace meses. Hay que obligar a pasar a Roca Rey por la Escuela Taurina de Calatrava.

Podemos mirar la vida de nuestro clero actual. Hay sacerdotes entregados a sus fieles, como Cristo a sus ovejas («olor a oveja» lo llama el ebúrneo argentino); hay periferias eclesiales que no quieren ser atendidas ni siquiera por sus responsables nombrados al efecto (la Semana Santa es una periferia eclesial, guste o no guste); hay presbíteros viviendo a la sopa boba (cocinada por parientes) y compartiendo más que vino entre muros y troneras. Pero, cómo gusta tener mando en plaza y arrear un buen baculazo al espíritu franciscano, puesto que parece ser que los del espíritu trinitario recibieron inmediatamente en su cenáculo electoral la visita de Cristo resucitado y su «¡Paz a vosotros!». Ya no digamos a la Dominicana, a quienes tanto frailes como prestes les han otorgado más bulas que las quemadas y suprimidas por Lutero.

Es noviembre. Es final de temporada. Es sosiego de muertos y descanso triste de vivos. Y, algunos siguen intentando clavar banderillas negras al aire de lo ignoto, por mor de una venganza similar a las tragedias épicas de la Antigua Grecia. Es noviembre y, en el anochecer pronto de las jornadas luengas, se hace preciso reposar y analizar cáusticamente los comportamientos de aquellos que tienen el deber de cumplir y hacer cumplir las leyes y regla-mientos. Es noviembre, y cuando llegue san Andrés y la nieve se manifieste por los altos de la Covatilla o la Sierra de Francia, debajo de los cobertores blancos, seguirá la negritud de las sombras de las decisiones incomprendidas de Palacio.

Yo, seguiré con la almohadilla de mi teclado, la oración penitencial por los que ya no están y sí, cercano a aquellos tocados de estameña a los que van dirigidas todas esas maleficencias de birrete, bonete, solideo y sarga negra.

Es noviembre y pronto escucharemos: «¡Preparad los caminos, allanad los senderos!». Es noviembre. Remendaremos y pasaremos, entre calvotada y calvotada, la gamuza al hule de la almohadilla. Es noviembre. Frío, Informe y difuntos van juntos.


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