De todos es sabido que en los toros hay diferentes maneras de protestar o de expresar la no conveniencia con la faena del torero.
Tenemos desde el silencio, oneroso donde los hubiere,
especialmente con algunos matadores de primera fila (no es lo mismo un silencio
a Morante en Salamanca que un silencio a un novillero en Las Ventas), hasta la
bronca, pitos incluidos, donde la desavenencia con la faena, el matador y su
cuadrilla es más que evidente. También pueden ir los pitos al cornúpeta, cuando
ha mostrado una mansedad intolerable. Dicho sea de paso, los pitos al cornúpeta
van directamente al tafanario del ganadero, vía cabeza gacha del mayoral en el
callejón.
La bronca entre las broncas en los toros, viene cuando el
respetable deja de respetar y lanza almohadillas contra el ruedo (a veces puede
haber alguien, incluso toreando), pero el hartazgo es lanzarlas denodadamente
contra la arena; eso es máxima expresión del ingente cabreo asintótico de un
derecho ancestral al pataleo que apenas tendrá consecuencias, salvo, si te
pillan, una multa por desorden público; vamos, miccionar detrás de un
contenedor en la calle te podría salir más caro. Casi siempre se ha dado que el
juicio viene después de la puntilla, para evitar que dicho juzgamiento pudiera
parecer el Sanedrín a nuestro Señor Jesucristo.
De un tiempo a esta parte, quizás empezamos antes de la
pandemia (o plandemia), nos hemos ido
encabronando vilmente como sociedad. ¿Se acuerdan de aquello de «vamos a salir
mejores» o «todo va a salir bien»? Pues, nada de nada. Desde hace más de una
década, más o menos, el español de a pie, desde su infancia más añorada, había
aprendido a reclamar cada vez más derechos sin asumir apenas obligaciones,
salvo aquellas que consideraba subjetivamente que le podían beneficiar. Así que,
con esa tabla de derechos, tantos como toros se lidian en Las Ventas (con
permiso de Florito, claro está), y escasos deberes (tantos como políticos den
la cara por la Fiesta), nos estábamos haciendo un pueblo reclamante hasta del
bienestar del paisaje (no crean que digo tonterías, así aparece en el último
estatuto autonómico aprobado por la élite pijo
progre catalana). Y si no nos lo daban cumplidamente e inmediatamente,
tronábamos de enojo contra aquellos que considerábamos en nuestro imaginario
colectivo los responsables de tan maña represión.
En la época de fray Luis de León, y quizás antes, en la
gélida y primigenia ciudad universitaria salmanticense, los alumnos, entre orador
y orador, tenían el famoso «derecho al pataleo», que consistía en agitar
bruscamente sus extremidades inferiores para provocar un calor cinético
corporal. Eso era ecologismo y, sobre todo, autosuficiencia energética, como
cuando los que hemos estado (y sobre todo sido) internos, hemos jugado a las
palmas hasta casi hacerlas sangrar en las largas y frías noches invernales. Al
paso que está la cosa, volveremos a la penitencia de sangre para entrar en
calor.
En los toros, ese «derecho al pataleo» no existe, salvo
la bronca al palco, que estratégicamente está perfectamente situado arriba para
que la fuerza de la gravedad de la bronca siempre, por pura lógica física, vaya
hacia abajo.
En la Semana Santa, desde hace ya bastantes años,
nuestras juntas de gobierno, que tanto critican a obispos y prestes (doy fe de
ello), incluso amenazando con manifestaciones ante Palacio si no se salen con
la suya (solo falta que den el bocadillo o el hornazo a los asistentes), y que
especialmente nos critican a los que desde este espacio virtual (pero físico
con muchas hostias) hacemos públicamente nuestra protestación de fe del lanzamiento
de almohadilla.
Cabe pensar que, en los toros, los cambios de criterio de
los presidentes de plaza son parecidos a los de Sánchez (ya saben, con la
amnistía hemos tocado) o a los del Risi
(¿se acuerdan de las bolsas de Gusanitos?)
del Palacio de la Asunción de Valladolid o de antiguos vicarios devenidos en
mayorales de efímeras sombras, sonrientes bajo la niebla peñarandina.
Ahora, resulta que hay que cumplir fielmente las normas.
Que, al director de lidia de Pasión en
Salamanca, hay que obligarlo a hacer no sé qué curso, después de que
reclamara hace ya más lunas llenas que cuartos en los bolsillos de ruiseñores,
permiso para ejercer la lidia en la Franciscana. Y mientras, desde Palacio se
mira para otro lado en el cumplimiento pulcro de otorgar la primera oreja en
segundas nupcias de muchos de los responsables de cofradías, hermandades,
juntas… Eso sí, Risi II y sus
adláteres, tragando con la extrapolación de que en España hay casi medio millón
de abusados, tras no haber sido capaces de parar lo evidente años atrás.
Señores, la primera oreja siempre la concede el público, por muy estupendos que
ustedes se pongan. Y el público, vulgo hermanos de la Franciscana, ya la otorgó
hace meses. Hay que obligar a pasar a Roca Rey por la Escuela Taurina de
Calatrava.
Podemos mirar la vida de nuestro clero actual. Hay
sacerdotes entregados a sus fieles, como Cristo a sus ovejas («olor a oveja» lo
llama el ebúrneo argentino); hay periferias eclesiales que no quieren ser
atendidas ni siquiera por sus responsables nombrados al efecto (la Semana Santa
es una periferia eclesial, guste o no guste); hay presbíteros viviendo a la
sopa boba (cocinada por parientes) y compartiendo más que vino entre muros y
troneras. Pero, cómo gusta tener mando en plaza y arrear un buen baculazo al espíritu franciscano, puesto
que parece ser que los del espíritu trinitario recibieron inmediatamente en su
cenáculo electoral la visita de Cristo resucitado y su «¡Paz a vosotros!». Ya
no digamos a la Dominicana, a quienes tanto frailes como prestes les han
otorgado más bulas que las quemadas y suprimidas por Lutero.
Es noviembre. Es final de temporada. Es sosiego de muertos
y descanso triste de vivos. Y, algunos siguen intentando clavar banderillas
negras al aire de lo ignoto, por mor de una venganza similar a las tragedias
épicas de la Antigua Grecia. Es noviembre y, en el anochecer pronto de las
jornadas luengas, se hace preciso reposar y analizar cáusticamente los
comportamientos de aquellos que tienen el deber de cumplir y hacer cumplir las
leyes y regla-mientos. Es noviembre,
y cuando llegue san Andrés y la nieve se manifieste por los altos de la
Covatilla o la Sierra de Francia, debajo de los cobertores blancos, seguirá la
negritud de las sombras de las decisiones incomprendidas de Palacio.
Yo, seguiré con la almohadilla de mi teclado, la oración
penitencial por los que ya no están y sí, cercano a aquellos tocados de
estameña a los que van dirigidas todas esas maleficencias de birrete, bonete,
solideo y sarga negra.
Es noviembre y pronto escucharemos: «¡Preparad los
caminos, allanad los senderos!». Es noviembre. Remendaremos y pasaremos, entre calvotada y calvotada, la gamuza al hule de la almohadilla. Es noviembre. Frío,
Informe y difuntos van juntos.
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