Noviembre toca a su fin y con este domingo y la semana que de él depende concluye el largo Tiempo Ordinario y se clausura el año litúrgico con la celebración de la solemnidad de Jesucristo, Rey del Universo. En esta celebración del domingo se nos presenta la grandiosa visión de Jesucristo Rey del Universo; su triunfo es el triunfo final de la Creación. Cristo es a un mismo tiempo la clave de bóveda y la piedra angular del mundo creado.
Una festividad que fue promulgada en
1925 por el papa Pío XI a través de la encíclica Quas Primas. No hay que olvidar el contexto histórico en el que fue
escrito este notable documento. El papa lo señala desde las palabras iniciales:
«se trata de un mundo sobre el que se ha precipitado un diluvio de males cuya
causa no es otra que el rechazo de la inmensa mayoría de la humanidad a
Jesucristo, tanto en la vida privada, en la vida familiar y en la vida pública».
Señala, como gravísimos males del aquel mundo, el laicismo y la apostasía
pública que se ha producido en las sociedades.
Pasado ya el último domingo del año
litúrgico, con la festividad de Cristo Rey, los cristianos nos preparamos para
recibir una nueva Navidad precedida por el adviento, primer período del nuevo
ciclo, que servirá para avivar en los creyentes la llegada del Mesías. Se
celebra como una afirmación de la autoridad divina de Cristo y como una llamada
a los católicos a reconocer y someterse a esa autoridad en sus vidas.
Una fiesta que en la ciudad de Salamanca
apenas se celebra en nuestros templos y hogares, a diferencia de otras ciudades
–sobre todo del sur de España– donde el auge de celebración de esta fiesta
empezó a coger fuerza tras la Guerra Civil española. Cuántas cosas se copian en
las neocofradías de la ciudad que imponen ese andalucismo de dudoso encaje en
nuestra castilla, y para una celebración que tienen que hacerlo se olvidan de
ello. Vaya fracaso.
No hay ni una sola cofradía, hermandad o
congregación que tengan esta festividad como uno de los actos centrales de su
corporación. Si acaso, y coincidiendo con alguna misa de cofradía o
conmemoración, por mera casualidad con la efeméride, y hasta el año siguiente.
Si leemos la pomposidad de algunas
cofradías es muy fácil aclamar a Cristo Rey en un domingo de Ramos, en una
procesión, en un momento de euforia espiritual o piedad popular, como lo llaman
ahora. Pero resulta más difícil creer en un Cristo, presente e influyente en la
vida de todos los días, en un Cristo que compromete y cambia la existencia del
hombre, en un Cristo exigente que pide fidelidad a los valores permanentes del
evangelio.
Cristo no reinó desde los sitios
privilegiados ni desde los puestos de influencia. Cristo reinó en el servicio,
la entrega y la humildad, en el compromiso con los necesitados y con los
desgraciados, con los pecadores y las mujeres de la vida, con los que estaban
marginados en la sociedad de entonces: ciegos, leprosos, viudas...
Y, sin embargo, los cofrades pretendemos
hacer un reino de Dios a nuestro gusto y medida; y deseamos construir un
pequeño reino «taifa», en el que se nos dé incienso adoración y admiración. Es
un engaño terrible, la mayor parte como fruto del egoísmo humano. Es parte de
nuestra condición humana.
Para finalizar este breve comentario
sobre este día festivo «no vivido» por nuestras cofradías: ¿se puede negar que
aquel laicismo devastador y aquella apostasía de las naciones que atribulaban
al papa hace ya casi un siglo, son casi nada si las comparamos con este radical
inmanentismo y con este impío secularismo que preside, hoy, nuestra sociedad?
Con mirada histórica, casi un siglo
después, no estamos muy lejos de aquellos postulados que quizá parecen carcas.
Se hace hoy preciso rescatar la necesaria proyección del reinado de Cristo como
único modo de hacer un mundo más justo y humano.
Pero no se preocupen. Cualquier
coincidencia con el comportamiento cofrade es pura casualidad. Solo causalidad.
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