Al terminar la interpretación del himno de
todos, con perdón, la imagen de Jesús en
su Segunda Caída, cuya hermandad celebraba el 290° aniversario, ya se había
perdido entre la oscuridad del templo. Fue entonces cuando los portadores de
las varas relajaron la pose y, poco a poco, devolvieron las medallas a los
bolsillos de la chaqueta o el pantalón mientras se recordaban unos a
otros las siguientes citas de su denso calendario: el viernes próximo la presentación
de la revista Incensario Humeante, el
sábado la inauguración de la muestra para escoger el cartel de la Hermandad
Salesiana justo a tiempo de repartirse luego entre el concierto benéfico
del Cristo de las Penas y el recital poético de la Virgen de los Gozos, antes
de hacer doblete el domingo con la misa y su correspondiente procesión
extraordinaria del Encuentro Regional de Hermandades de la Coronación de
Espinas y el esperado pregón de la tertulia cofrade «La octava palabra». En
esto estaban, pensando en que, ante tamaños compromisos, casi sería más
práctico dejar la vara en el paragüero y la medalla donde las llaves de casa,
cuando el hermano mayor anfitrión se acercó a agradecer la presencia de
aquellas gentes que a él, en ese preciso instante, le resultaban más gentiles
que la mayoría de la lista de miembros de su cofradía, ausentes en una fecha
preparada con tanto esmero por la junta directiva y aledaños. Si no hubiera
sido por los representantes, siempre presentes...
No se trata más que de una viñeta exagerada que
no aspira a ironizar sobre algo que nos es propio y deseable, la representación
de las hermandades en determinados momentos, ordinarios u extraordinarios, de
sus homólogas. Por afinidad de carisma, es bueno acompañarnos y ayudarnos. Cuando
además existe alguna otra vinculación particular (compartir sede o
advocaciones, confluencia histórica...), con mayor motivo. Sin embargo, para
que la representación conserve su significado, exige también mesura: que
responda más a la relación institucional que a las filias personales, que las
fobias de la misma estirpe no vicien tampoco aquella, que se reserve para
acontecimientos realmente fundamentales (necesariamente serán pocos), que
mantenga una coherencia y continuidad a lo largo de los años.
Los representantes pueden acudir entusiasmados
u obligados a la representación. Avanzarán o se detendrán, aplaudirán o
escucharán, tomarán un refresco o conversarán, empaparán la camisa a lo Camacho
o se quedarán con los pies helados, como convenga a su misión de ese día
(también pueden representar con nocturnidad cuando se tercie). Sea como sea,
representan a su hermandad, o incluso a diferentes hermandades según las
circunstancias, que hay cofrades versátiles en este oficio. Pero no se
representan a sí mismos, con lo que de esto se desprende. Ni tampoco se
representa adoptando, confusamente, el nombre del coro de una cofradía, me
refiero a la Vera Cruz, para titular una asociación cultural. ¿No había otras
denominaciones?
A los representantes, por norma general, sobre
todo si representan como cargos directivos, les termina tocando sacar del
bolsillo algo más que la medalla, porque no caben cuantiosos gastos de
representación en ese reflejo de los fines de la cofradía que deben ser sus
cuentas (rendidas ante los hermanos y ante el obispo) y sus presupuestos
anuales (mera herramienta de su plan pastoral).
Los representantes cofrades no son miembros del
cuerpo diplomático ni pequeñas celebridades locales con gabinete, agenda y
disponibilidad de tiempo incompatible con un servicio eclesial engarzado en la
vida diaria. Tienen una familia y, ojalá, un trabajo, la obligación donde dar
el callo del testimonio cristiano, antes que esta dimensión hermosa pero
secundaria de su devoción cofradiera. Porque casos se dan en que el
cofrade luce más veces la medalla en actos ajenos que en los propios, pasa más
horas representando a su hermandad que en su hermandad misma, le sale mejor el
papel de huésped que el de hospedero y, a menudo, nada más cómodo en el agua
municipal, que todo lo inunda, que en la diocesana, algo estancada.
Siempre presentes los representantes, que está
muy bien acompañarnos unos a otros en luminoso signo de comunión, quizá bastara
con reservar menos bancos y menos tramos, que al final somos todos de casa: la
Iglesia, un pueblo en camino.
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