miércoles, 10 de enero de 2024

Ser sal de la tierra y luz del mundo

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Paulino Fernández

Fotografía: Manuel López Martín


10-01-2024

Recordaba en uno de estos días uno de mis pasajes bíblicos favoritos: estamos llamados a ser sal de la tierra y luz del mundo.

Algunos por estos lares, quizás, no compartan mi parecer y prefieran acudir a relatos pasionales sobre los que dar vueltas una y otra vez como si la vida fuese una gran cuaresma ‒en minúsculas, para no confundirla con la que celebran los cristianos de ritos litúrgicos orientales‒ que no termina nunca y que no permite espacio para otros tiempos. Otros, quizás, incluso se ofendan porque ellos no pueden ser sal de la tierra al ser hipertensos, o no pueden ser luz del mundo porque es muy cara. Sin embargo, para mí, la riqueza del mensaje de Jesús no se limita solo a los relatos de los tiempos fuertes, que también, si no que creo que hay que paladear cada una de las palabras que el Señor nos legó, lo que incluye las elegidas por la Iglesia para el Tiempo Ordinario ‒que tan injustamente es tratado muchas veces‒. Y es que no hemos de olvidar que el texto que menciono (Mt 5,13-16) es reservado para la liturgia el 5º domingo del Tiempo Ordinario del ciclo A.

A lo que iba, que me pierdo por vericuetos que no vienen al caso y me desvían de la pretendida finalidad de este artículo. ¿Qué significa eso de ser sal y luz? ¿Qué nos requiere a nosotros, cofrades, como cristianos que somos?

Ser sal de la tierra y luz del mundo es un llamado a la acción a la hora de construir el Reino de Dios aquí en la tierra. Significa, como animaba igualmente san Francisco de Asís, predicar el Evangelio a todos los hombres desde la actividad, desde los hechos, y no sólo de boquilla. Ser sal de la tierra y luz del mundo es una vocación de todo cristiano para adoptar una fe comprometida que se manifieste en nuestro actuar y no ser simples hipócritas cuyo actuar no coincida con su hablar.

Pero ¿cómo podemos aplicárnoslo desde nuestra penitente condición? Para ser sal, tenemos múltiples oportunidades.

Por un lado, podemos pedir a nuestras corporaciones un incremento de la labor caritativa, que la misma sea una constante en todo el año y no meros elementos testimoniales o fechas concentradas cuando la sensibilidad social florece e invita a dar de una manera más desahogada. Porque, por mucho que nos moleste no poder ignorarlo, el hambre, la soledad o la necesidad apremian todo el año.

Por el otro, y quizás esto nos resulte más fácil, podemos comenzar por nosotros mismos. Podemos dejar de lado nuestro ánimo cainita y buscar mejorar nuestras hermandades poniendo al servicio de estas nuestros talentos en lugar de usarlos para, desde la atalaya moral que nosotros mismos nos construimos, juzgar y criticar ‒en ocasiones con más intención de dañar que de construir‒ la labor y decisiones de la Junta de marras.

Para ser luz del mundo, por su parte, tenemos de la misma manera diversos medios para hacerlo. En primer lugar, podemos buscar y procurar un mayor compromiso a la hora de expresar nuestra fe desde la acción litúrgica; comprendiendo que sin el domingo no podemos vivir, en lugar de reducir la misma, si acaso, a la festividad de turno. Porque es en la eucaristía, comiendo su Cuerpo y escuchando su Palabra, donde tenemos una oportunidad inmejorable de alcanzar ese encuentro transformador como el que la Samaritana tuvo en el pozo de Siquem.

En segundo lugar, podemos ser luz del mundo cuando centramos nuestros esfuerzos en anunciar la Buena Noticia del Señor: que el Hijo se encarnó, nació, murió por nosotros y, resucitando, rompió las cadenas de la muerte. Porque la Buena Noticia no se limita solo a los sucesos pascuales, sino que incluye también los sucesos previos: toda su vida terrena. Y, quizás, una oportunidad mayúscula de serlo es solicitando y pidiendo, sin miedo a que se nos etiquete, que se respeten los orígenes de los tiempos litúrgicos que tienen una repercusión socio-antropológica reseñable. Es decir, que perdamos el miedo a solicitar que en los adornos navideños dejen de tener tanta presencia los signos vacíos ‒calcetines, bastones o caramelos‒ para reforzar la representación del Niño Dios que nace. O que, en la recientemente celebrada cabalgata de Reyes, las instituciones que nos representan, como la Junta de Cofradías al frente de todas las corporaciones, se hiciesen presentes para recordar, con una carroza del Nacimiento por ejemplo, el sentido de la Epifanía: que hemos de ponernos en camino para descubrir al Señor que se hace presente en los más frágiles, arrancando así esta fecha de las garras del consumismo desaforado y devolviéndola a su sentido original.

Estamos llamados a ser sal de la tierra y luz del mundo. A ser obreros del Reino. A transformarnos interiormente para que los otros puedan descubrir al Señor. En definitiva, a no ser fariseos acomodados que viven en la esquizofrenia de predicar lo contrario a lo que se vive.

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