Recordaba en uno de estos días uno de mis pasajes bíblicos favoritos: estamos llamados a ser sal de la tierra y luz del mundo.
Algunos
por estos lares, quizás, no compartan mi parecer y prefieran acudir a relatos
pasionales sobre los que dar vueltas una y otra vez como si la vida fuese una
gran cuaresma ‒en minúsculas, para no confundirla con la que celebran los
cristianos de ritos litúrgicos orientales‒ que no termina nunca y que no permite
espacio para otros tiempos. Otros, quizás, incluso se ofendan porque ellos no
pueden ser sal de la tierra al ser
hipertensos, o no pueden ser luz del
mundo porque es muy cara. Sin embargo, para mí, la riqueza del mensaje de
Jesús no se limita solo a los relatos de los tiempos fuertes, que también, si
no que creo que hay que paladear cada una de las palabras que el Señor nos
legó, lo que incluye las elegidas por la Iglesia para el Tiempo Ordinario ‒que
tan injustamente es tratado muchas veces‒. Y es que no hemos de olvidar que el
texto que menciono (Mt 5,13-16) es reservado para la liturgia el 5º domingo del
Tiempo Ordinario del ciclo A.
A
lo que iba, que me pierdo por vericuetos que no vienen al caso y me desvían de
la pretendida finalidad de este artículo. ¿Qué significa eso de ser sal y luz?
¿Qué nos requiere a nosotros, cofrades, como cristianos que somos?
Ser
sal de la tierra y luz del mundo es un llamado a la acción a la hora de
construir el Reino de Dios aquí en la tierra. Significa, como animaba
igualmente san Francisco de Asís, predicar el Evangelio a todos los hombres
desde la actividad, desde los hechos, y no sólo de boquilla. Ser sal de
la tierra y luz del mundo es una vocación de todo cristiano para adoptar una fe
comprometida que se manifieste en nuestro actuar y no ser simples hipócritas
cuyo actuar no coincida con su hablar.
Pero
¿cómo podemos aplicárnoslo desde nuestra penitente condición? Para ser sal,
tenemos múltiples oportunidades.
Por
un lado, podemos pedir a nuestras corporaciones un incremento de la labor
caritativa, que la misma sea una constante en todo el año y no meros elementos
testimoniales o fechas concentradas cuando la sensibilidad social florece e
invita a dar de una manera más desahogada. Porque, por mucho que nos moleste no
poder ignorarlo, el hambre, la soledad o la necesidad apremian todo el año.
Por
el otro, y quizás esto nos resulte más fácil, podemos comenzar por nosotros
mismos. Podemos dejar de lado nuestro ánimo cainita y buscar mejorar nuestras
hermandades poniendo al servicio de estas nuestros talentos en lugar de usarlos
para, desde la atalaya moral que nosotros mismos nos construimos, juzgar y
criticar ‒en ocasiones con más intención de dañar que de construir‒ la labor y
decisiones de la Junta de marras.
Para
ser luz del mundo, por su parte, tenemos de la misma manera diversos medios
para hacerlo. En primer lugar, podemos buscar y procurar un mayor compromiso a
la hora de expresar nuestra fe desde la acción litúrgica; comprendiendo que sin
el domingo no podemos vivir, en lugar de reducir la misma, si acaso, a la
festividad de turno. Porque es en la eucaristía, comiendo su Cuerpo y
escuchando su Palabra, donde tenemos una oportunidad inmejorable de alcanzar
ese encuentro transformador como el que la Samaritana tuvo en el pozo de
Siquem.
En
segundo lugar, podemos ser luz del mundo cuando centramos nuestros esfuerzos en
anunciar la Buena Noticia del Señor: que el Hijo se encarnó, nació, murió por
nosotros y, resucitando, rompió las cadenas de la muerte. Porque la Buena
Noticia no se limita solo a los sucesos pascuales, sino que incluye también los
sucesos previos: toda su vida terrena. Y, quizás, una oportunidad mayúscula de
serlo es solicitando y pidiendo, sin miedo a que se nos etiquete, que se
respeten los orígenes de los tiempos litúrgicos que tienen una repercusión
socio-antropológica reseñable. Es decir, que perdamos el miedo a solicitar que
en los adornos navideños dejen de tener tanta presencia los signos vacíos ‒calcetines,
bastones o caramelos‒ para reforzar la representación del Niño Dios que nace. O
que, en la recientemente celebrada cabalgata de Reyes, las instituciones que
nos representan, como la Junta de Cofradías al frente de todas las corporaciones,
se hiciesen presentes para recordar, con una carroza del Nacimiento por
ejemplo, el sentido de la Epifanía: que hemos de ponernos en camino para
descubrir al Señor que se hace presente en los más frágiles, arrancando así esta
fecha de las garras del consumismo desaforado y devolviéndola a su sentido
original.
Estamos
llamados a ser sal de la tierra y luz del mundo. A ser obreros del Reino. A
transformarnos interiormente para que los otros puedan descubrir al Señor. En
definitiva, a no ser fariseos acomodados que viven en la esquizofrenia de
predicar lo contrario a lo que se vive.
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