miércoles, 6 de marzo de 2024

Capas

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 Álex J. García Montero

FOTO CARTELES


06-03-2024

Si a alguno de los niños que quedan, en peligro de extinción como el lince ibérico (que no el lobo), en las comarcas despobladas del Campo Charro y demás anejos donde se cría el animal más libertario del mundo, tal como lo versó Miguel Hernández («Y cordilleras de toros con el orgullo en el asta»), el toro bravo, le solicitásemos, como cuando éramos pequeños hacían nuestros padres (perdón ahora progenitores), un dibujo de tres bóvidos, uno bravo, otro de carne y otro de leche, la capa mayoritaria en el bravo sería la negra, en el de carne perduraría la parda (aunque podría ser casi blanco por la charolesa, tan presente en nuestras tierras) y en el lácteo la blanca (con alguna mota negra). Y así, no solo a los niños, nos pasaría a los demás.

De todos es sabido que sí que es verdad mantener la tendencia de esas capas desde hace décadas. Pero no es óbice para que se puedan dar capas pardas no zamoranas (coloradas, berrendas o jaboneras), blancas (jaboneras, sardas o patas blancas, según intensidad) además de la zaína común al ideal de toro bravo. En Salamanca, y más concretamente gracias a las hermanas Majeroni Sánchez-Cobaleda, hemos tenido una amplia variedad de capas que han ido acabando, por desgracia y para desgracia del aficionado en muecos oscuros seguidos de la terrible bala cautiva.

Prácticamente, desde los años noventa ha habido un exterminio, una Shoah de la cabaña de bravo, en aras de potenciar la raza aria de la capa zaína de los encastes Domecq y Murube frente a cualquier policromía. Si bien es verdad que unas veces al año, en modalidad de concurso ganadero hay variedad de encastes, vamos camino de una endogamia monocromática que recuerda a tiempos pasados nada mejores.

En la Iglesia Católica, allá por los años sesenta, tuvo lugar el Concilio Vaticano II, un Concilio Pastoral, escasamente doctrinario, que posibilitó, creo que, de manera bastante acertada, que la Iglesia aterrizara en las realidades sociales. No obstante, hubo quienes, con mando en plaza, extremaron esa languidez e hicieron de ella un ordeno y mando para aniquilar prácticas devotas que podían (y debían) haberse encauzado con la ayuda de prestes y fieles a partes iguales.

No creo que la misa de espaldas a los fieles, a pesar de ser una tendencia minoritaria al alza, pudiera acercar más a las gentes alejadas de la Iglesia. La clave está en el misterio. El misterio, del griego latinizado, mysterium «oculto», es la piedra angular para tratar de sumergirse en una religión (y en sus creencias, doctrinas, ritos, prácticas y conductas).

Pues bien, hubo un grupo de sacerdotes y obispos (y cardenales ligados a la masonería más abyecta) que, tras el Concilio Vaticano II, hicieron de su capa (cardenalicia) un sayo e introdujeron cuestiones que nunca se habían planteado en nuestra Iglesia. Y así surgieron diversos holocaustos para acabar con las prácticas devotas de la religión popular, como nuestra Semana Santa.

Siguiendo la estela del pacifismo hippie anglosajón, eliminaron, violentamente cualquier atisbo que oliera a misterio, cambiando la devoción íntima (externa) de nuestra Semana Santa por coreografías y denuncias alejadas del Misterio y apegadas a realidades sociales que poco o nada tenían que ver con los fieles, y más con intereses personales políticos. Qué se lo digan a los del Amor del Arrabal o a la Dominicana en fechas donde a punto estuvieron de extinguirse. Hoy vamos camino de un exterminio social revestido de orgullo, prepotencia y altivez.

Resulta que ahora tenemos dos posturas; una la de los que ahondan (ahondamos) en el misterio, que no es otro que el de conmemorar la pasión y muerte de Cristo. También la resurrección, pero de eso hablaré más adelante. Otros, ahondan en presentar un Jesús guay que se recrea en cada chicotá de costero a costero. Ambos somos cofrades, y, por lo tanto, al menos sobre el papel, cristianos católicos.

Durante muchas décadas, la gente comprendía que el misterio era el de la resurrección, pues desde el punto de vista biológico es imposible. Sin embargo, han cambiado las tornas. En la sociedad actual woke del buenismo, la muerte ha desaparecido (se pretenden corridas de toros sin muerte, lo cual es un oxímoron, al menos en España, pues siempre, siguiendo la aserción de Lorca, en la tragedia taurómaca, la muerte es de verdad). Por ello, presentar un Cristo, más bien un Jesús, joven, sin rasgos de sufrimiento previo, es lo que mola y se lleva. Mientras que, presentar un Cristo (= Dios) sangrante, sufriente y doliente sería el contrasentido humano más misterioso, porque psicológica, mental y socialmente se considera inviable. La muerte se esconde mientras el porno triunfa. Hemos roto el binomio hilemórfico del Jesús-Cristo.

Así, el cartel de Sevilla de este 2024 ha optado por esta visión buenista y homo-erótica de una divinidad griega hecha a imagen y semejanza del onanismo de su propio autor (cuyo nombre acaba en «ano») y del Consejo de Cofradías y Hermandades hispalense (parece que aquí la capa es multicolor o más bien arcoíris multiculor). No así el cartel 2024 de Pasión en Salamanca, que ha optado por una ambigüedad calculada como una fina asíntota sobre la tangente de la polémica. Como bien saben, un servidor comparte muchos de los valores de esta asociación y tertulia cofrade; pero el cartel de este año no rompe nada, pues no deja de ser una vuelta a los años sesenta (setenta en España, pues siempre vamos una década posterior) de aquellos carteles que plagaban como langostas las paredes de los despachos de los frailes o curas, la mayoría exclaustrados, entradísimos en años o fallecidos en la actualidad, de los colegios religiosos de aquellos maravillosos años: «Se busca. Jesús de Nazaret. Recompensa: la libertad». El volver al negro sobre blanco, al zaíno clásico, facilitó que Jesús fuera visto como un delincuente hippie alejado de la sufriente vida en pos de la salvación humana en el tormento de la cruz. Esa era una interpretación más cercana a la mesa del compartir que del sacrificio pascual de la eucaristía. Es el difícil equilibrio entre lo divino y lo humano del cristianismo católico (los protestantes, en su mayor parte, hace tiempo que decidieron ir por lo humano, fracasando estrepitosamente).

Por eso, ahondar en interpretaciones de los años sesenta que hicieron sucumbir la religión (y nuestra Semana Santa) con un cartel podemoide (ahora de la Tucán) al uso de los sindicatos de okupas encabezados por niños (niñas, niñes, niñus – pijas, pijes, pijus) que se ciernen sobre las barriadas más humildes de nuestras urbes, me parece un contrasentido ligado a participar en el sistema que se ha cargado el Misterio de la Pasión, Muerte y Resurrección. Ángel Luis Iglesias regresa freudianamente al Che Guevara, al Camarón

Como en un supermercado, la oferta católica es un tres por uno. No podemos quitar de la ecuación la pasión y la muerte. Somos trinitarios (a veces mara vaticanista). El ser antisistema hoy en día es afirmar el Credo trascendente. Lo demás es seguir con un sistema donde la faz sufriente ha trasmutado en greñas negras de los Chunguitos más pacenses, sobre el fondo blanco de la ignominia inmanente de la Agenda 2030 que exige cual tributo imperialista, con un demo-fascismo ingente, eliminar la cruz de cualquier ámbito público. De hecho, muchos carteles actuales de todos los lugares han eliminado cualquier referencia al suplicio salvífico.

¿No nació Pasión en Salamanca para defender la variedad de encastes y capas? Pues eso. Al menos, ese es mi parecer. En la variedad está el misterio. El auténtico Misterio.

Feliz Semana (penitencial y Santa) 2024.

 


 

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