viernes, 8 de marzo de 2024

La flor de la Pasión

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 F. Javier Blázquez

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08-03-2024

A Carlos Ferrero, hermano en la Pasión

 

La descubrí en Turra de Alba, en el corral de mi abuela. Crecía de manera natural, un poco asilvestrada, entre caléndulas, enredaderas, margaritas y, qué cosas, unas enormes amapolas que llamábamos reales, ignorantes entonces de que realmente eran adormideras. Era la pasiflora, pero nadie la nombraba así. La pasionaria, o flor de la pasión, estaba revestida de un carácter cuasi sagrado. Hasta costaba arrancarla por eso que encerraba, ni más ni menos, el compendio de la pasión de Cristo.

La flor tiene su historia, que comenzó a gestarse en tierras americanas. El padre Manuel de Villegas, misionero en Nueva España a principios del siglo XVII, descubrió en ella formas que podrían asimilarse a los instrumentos de la pasión, el arma Christi que se dice en la simbología del arte cristiano. Y así lo recogió el jesuita Giacomo Bosio en su Tratado sobre la crucifixión de nuestro Señor. Varios autores hicieron referencia a ello con posterioridad y Linneo, en su taxonomía botánica, a mediados del siglo XVIII, utiliza esta terminología, passiflora, para denominar un género de plantas al que actualmente se asignan más de cuatrocientas especies. Una de ellas acaba convertida en maracuyá, conocida también como fruta de la pasión. El común de los mortales piensa en otro tipo de pasiones, no en la que es por antonomasia y a la que debe el nombre.

Algunas de estas especies llegaron a Europa y crecieron en jardines como plantas trepadoras. Y las flores mantuvieron ese simbolismo asociado a la pasión de Cristo. Los pétalos, decían, eran los apóstoles. No estaban los doce, pero tampoco se daba mayor importancia. Se sumaban indistintamente los cinco sépalos y los cinco pétalos. Si algún avispado lo constataba y preguntaba, los más versados decían que Judas ya se había ahorcado y san Pedro se retiró para llorar su culpa tras las negaciones, de manera que estaban los diez que debían estar. Los filamentos, en forma de círculo, recordaban la corona de espinas. La flor tiene tres pistilos, que simbolizan los clavos con los que Cristo fue clavado en la cruz, y cinco estambres, asociados a las cinco llagas. Los zarcillos de la planta trepadora se asemejan al flagelo de los latigazos. El estilo de la planta, nos decían, era el cáliz. Después leí en algún lugar que se asimilaba la columna de la flagelación. Hay varias versiones, por lo visto, pero yo prefiero que sea el cáliz, porque bajo él aparece el círculo de la sagrada forma y así la institución eucarística queda mejor reflejada.

Esta hermosa flor tiene también propiedades medicinales y se utilizaba como calmante o incluso sedante. Puestos a seguir buscando semejanzas podríamos acudir al sueño de Getsemaní, o a la sanación del alma que justifica la pasión de Nuestro Señor. Hoy en día hay otros procedimientos, farmacéuticos o naturales, más eficaces para conseguir los mismos efectos.

La flor, salvo para los botánicos, se ha ido olvidando. En todos los sentidos. Antaño aparecía incluso en estampas o grabados en los que se representaba la pasión de Cristo. Especialmente bella es una preciosa litografía, de finales del siglo XIX, con las figuras del paso de Jesús Nazareno de San Julián y varias flores en la parte inferior, entre las que destaca la pasionaria. Es una pena que estas simbologías de carácter devoto y popular, tan ingenuas como encantadoras, se pierdan de manera inexorable. Al menos quede su recuerdo, aunque este quede difuminado entre la maraña vegetal de un corral que ya no existe.

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