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Marfil de La Lanzada en la Vera Cruz| Foto: TGB |
04-03-2024
Son tantos y tantas los ministros y las ministras que es imposible seguirles el rastro (¡y la rastra!). Con todo, al pasar no hace mucho junto al antiguo sagrario de la Vera Cruz, extraña conexión mental la mía, recordé unas declaraciones del titular de Cultura, aquellas de finales de enero en que aludía a la descolonización de los museos estatales. Me sirvió el recuerdo para leer algo sobre el tema, anterior y posterior a las manifestaciones de un ministro sin duda más devoto de la leyenda negra contra la Monarquía hispánica que de la dorada de Santiago de la Vorágine, aunque su indisimulada fobia se dirija a la culta y cruenta fiesta de toros. Culto es también el culto cristiano, incruento desde el sacrificio ofrecido una vez y para siempre por Cristo en la Cruz. Tan culto debe ser, y goloso para ciertos gestores de la cultura, que cuesta leer la coherente reivindicación de que, puestos a corregir inercias, a superar marcos coloniales, a resarcir expolios, sin necesidad de grandes acuerdos diplomáticos podría empezarse por la devolución a la Iglesia de todas las obras de arte requisadas por el Estado liberal recién instituido en el siglo XIX. Esa rapiña dio pie a decenas de museos y se ve que no hay intención de despojarlos de lo sacro, tantas veces descontextualizado e ininteligible en sus salas (a decir verdad, esto ocurre también en no pocos museos dirigidos por la propia Iglesia).
Pero si yo recordé las palabras de mi quinto,
el ministro Urtasun, fue porque pasaba junto al marfil hispano-filipino que,
incrustado en el retablo principal de la Vera Cruz, representa con minuciosidad
el episodio evangélico de la lanzada. Gracias a él, y por mediación del
profesor Antonio Casaseca, tuve la oportunidad de conocer a la encantadora
Margarita Estella Marcos, la autoridad en la materia, que gentilmente colaboró
en el catálogo de la exposición Lignum Crucis organizada por la Cofradía
de la Vera Cruz en su quinto centenario. Allí, en la primera planta del Palacio
Episcopal, estuvo expuesto el marfil, entonces casi imposible de apreciar en el
templo por su localización. Hoy en día, con el debido respeto al altar, resulta
más accesible esta meritoria obra donada a la cofradía, deliciosa muestra del
arte colonial. En ese amplio conjunto hallamos algunas imágenes que,
procedentes de la España de ultramar, conservamos legítima y orgullosamente en
nuestras iglesias, como los realizados en caña de maíz, v.g. el peñarandino del
Humilladero o el de la Vera Cruz de Carrión de los Condes.
Desde esos lejanos puertos termino desembarcando
en algunas otras colonizaciones que percibo bien cercanas a nuestras cofradías,
evidentemente mestizas porque han sido lugar de encuentro en todo tiempo. Su
mestizaje en las formas, aunque haya quien se obstine en la persecución de una
imposible pureza en el laboratorio cofradiero, donde abundan los alquimistas de
lo medieval y lo barroco, da mucho juego dialéctico y lo seguirá dando.
Mientras tanto, se pasa de puntillas por ese otro mestizaje en el fondo, la
colonización no solo de lo mundano sino de lo pagano, que sitúa el ser cofrade
en un mero sentir, experimentar, identificarnos como grupo, descubrirnos como
individuos, herederos de un legado, transmisores de unas costumbres, coleccionistas
de emociones.
«Hemos creído en el amor de Dios: así puede expresar el cristiano la opción fundamental de su vida. No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva». Así lo planteaba Benedicto XVI al comenzar su primera encíclica, Deus caritas est, y ese mismo punto de partida adoptaba Francisco en su programática exhortación Evangelii gaudium: «Invito a cada cristiano, en cualquier lugar y situación en que se encuentre, a renovar ahora mismo su encuentro personal con Jesucristo o, al menos, a tomar la decisión de dejarse encontrar por él, de intentarlo cada día sin descanso». Si nuestras cofradías son lugar de encuentro, ante todo lo son para esta clase de encuentros, los de cada cristiano, de cada cofrade, con su Dios y Señor, de persona a Persona, de criatura a Creador.
Ante esa colonización que distrae los esfuerzos del único sentido de existencia de las cofradías (y de la Iglesia), la salvación de las almas, palidecen otras colonizaciones de menor monta pero que, a su manera, reflejan la principal. Porque diríase que, por momentos, nos han colonizado las consejerías y concejalías de turismo, y a lo mejor por contigüidad, sus departamentos de comunicación, a la vista de la profusión con que se cita a algunos directivos cofrades cuando se reseñan actos y representaciones, pues para informar tampoco haría falta insistir en nombres y apellidos.
También parecen habernos colonizado los youtubers,
tiktokers e influencers varios, pues, si no, ¿a qué tanto vídeo
de los ensayos de la carga de los pasos, que anunciamos con cartelería más
difundida que la de la mayoría de los cultos? Bien está mostrar de vez en
cuando, y hasta donde se pueda, nuestros entresijos, que no somos miembros de
ninguna sociedad secreta, pero quizá nos pasamos de esa raya tan recomendable
de la discreción.
Colonizadas ya la jerga, la heráldica, las
andas y la banda sonora de algunas procesiones, lo que según los casos se
subraya o se mira para otro lado, podríamos dejar colonizar nuestra evidente
preocupación por la técnica, la pulcritud, la exactitud en los itinerarios o el
cumplimiento horario, y que fuese colonizada por la pericia de aquellos
camilleros que se las ingeniaron para que el paralítico llegara a Jesús, aunque
hubiera que desmontar el tejado. Pondríamos nuestro afán y capacidad al
servicio de lo verdaderamente importante.
Del mismo modo, nuestra sana curiosidad ante el
fenómeno cofradiero, con todas sus vertientes, puede parecerse a la que mostró
Zaqueo cuando se subió al sicomoro, pero Jesús siempre levanta la mirada para
colonizarla con salvación, con liberación, con recuperación de lo que estaba
perdido, porque si no estamos convencidos de que en la vida siempre estamos
volviendo a su casa es que no conocemos el recorrido de la procesión.
Habrá veces en que no sepamos expresarlo de
otra manera que con el mero contacto físico, el que procuró con Jesús la que
por doce años era enferma de flujo de sangre. La punta de los dedos en el borde
de su manto se parece al beso que depositamos en los pies de nuestro Cristo, en
las manos de nuestra Virgen, en la estampa de la mesilla. Es fe. Quizá
colonizada por supersticiones, caídas, dudas. Él la coloniza con fuerza que
sana, con misericordia que perdona.
Otras veces, en cambio, aun dentro de la fiesta semanasantera, nos ocurre como a los novios de Caná, que no nos enteramos de lo que sucede en la boda y que, posiblemente encantados de lo bien que lo estamos pasando, tan complacido como se sentía Pedro en el Tabor, porque esto de la Semana Santa nos gusta más que comer con los dedos, vivimos ajenos a ciertos problemas, como el riesgo de que la fiesta pronto se agüe. Contra los aguafiestas, los de AEMET y otros, aparece la colonización de la sabiduría de María: «No tienen vino». Simplemente tenemos que seguir su buen consejo: «Haced lo que él os diga».
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